No haré nada para detenerlas

344 34 3
                                    

Deja que vuelen.

Porque es lo único que me salvará.

Deja que vuelen.

Porque no haré nada para detenerlas.

Deja que vuelen.

Porque es más fácil que seguir viviendo.


• • •


Le apetecía morir con dignidad. Dignidad que él mismo sabía que jamás le sería correspondida. Por eso estaba allí, recibiendo a la muerte y aceptando su presencia, porque su gloriosa dignidad ya había sido arrebatada una noche, en su propio hogar, junto con el amor eterno de aquél ingeniero.

Intentó que su último suspiro llevara aquél nombre, pero solo pudo atesorarlo cómo último recuerdo ¡Que digno se veía recordando a su alma gemela! A quien había destrozado y arruinado, siendo ignorante de la pureza de su amor. Todo para terminar así, con una muerte absuelta de dolor y sufrida en recuerdos.

Sentía las balas atravesado su sistema, el desgarre de sus órganos casi placentero que le hacía saber que todo había terminado.

Pero Martín.

El final que tanto ansiaba se le presentó con cuerpo y alma. Se estaba entregando a una masacre tan absurda por no arriesgarse. Por no aceptarlo a él. Por no afrontar su enfermedad, porque si había que buscar culpables en ésta historia, la patología de Andrés era la responsable de toda desgracia.

"Sos cobarde."

Aquellas palabras resonaron como campanas en su mente, Martin se lo había anticipado con tanta seguridad e impronta mientras le comía la boca, que no se había percatado de lo verdadero que era aquello.
Era un cobarde indigno, que buscaba su salvación en la muerte. Huyendo de sus equivocaciones para no arremeter contra su orgullo.

Y a ese extremo había llegado su cobardía; tendido sobre el monótono suelo, contrastando con su mono rojo teñido con la sangre que dejaba escapar su cuerpo. No existía salvación para su integridad física, pero algo tan efímero invadió su alma.

Por un momento se sintió tétricamente ansioso por partir. Pero su conciencia aún latía, poco veía, pero cuánto sentía; el tiempo parecía haberse detenido solo para él, y la vida que dejaba atrás le regalaba poder sentir por última vez. Pero era un sentir tan profundo que por poco no se reconoció a sí mismo.

Porque solo lo sentía a él.
A Martín.

Tanto dolor, tanto sufrimiento y despojo como no lo hubiese sentido en toda su vida. En su propia piel lo abatían insufribles sensaciones, sinónimo de algo que él mismo había proclamado hace años. Lo había dicho.

Eran almas gemelas.

Y aquellas inefables almas se sintieron, trasladándose a un mundo tan incomprensible e inexplicable como aquello que le estaba sucediendo a Andrés. Sintió a Martín como jamás lo hizo y como indiscutiblemente jamás lo haría, sintió su alma de principio a fin, sin excepciones de sentimientos. Sintió aquello que Martín intentó demostrarle aquella noche y durante diez años, pero él solo infamó contra aquello mismo que ahora lo desgarraba como las verdaderas balas.

Dolía tanto, y se sintió tan patético al darse cuenta de que se estaba muriendo como el abyecto ser que era. Porque si aquello que lo estaba matando por dentro era lo que Martín había sentido cuando lo abandonó, entonces era merecedor de que su último sentir fuera el mísero sufrir de su alma gemela.

Deja que las Balas VuelenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora