ITINERANTUR

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No corregida

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  Debo admitir que, aunque los acontecimientos señalen lo contrario, no me adjudico la culpa de los sucesos que aquí serán narrados.

   No me quiero explayar en detalles, por lo que creo que la mejor manera de culminar esta pérfida tarea es saltearme la forma en la que conocí a mi compañera de vida, y entrar en materia lo antes posible. Sin embargo, si considero de vital importancia subrayar la increíble influencia que ella tenía sobre mi persona. Me atrevería a decir, no sin cierta vergüenza, que nuestra relación no se basaba en ningún tipo de amor. Era un sentimiento de admiración profundo e insondable, nunca antes alcanzado. La dicha que experimentaba no era fruto de la lujuria, ni la pasión, si no de la beatífica sazón que irradiaba cuando expresaba las verdades del universo, cuestiones que serán relatadas más adelante.

   Dicho y aclarado lo siguiente, creo crucial iniciar mi relato con su estilo de vida.

   Luego de nuestro modesto matrimonio, celebrado en el centro de Roma, nos alejamos a un igual de modesto refugio de piedra situado en lo alto de un promontorio, a orillas del mar. La casa en cuestión era simple: erigida sobre fundaciones irrompibles, creadas para resistir las angustias del océano, contaba con una cocina, un salón con una elegante estufa, y una habitación. El baño se situaba en el selvático jardín, camuflado entre dos desprolijos bojes azotados por la salada ventisca.

   ¿Porque conformarse con una pequeña aunque maciza cabaña de piedra siendo ella poseedora de inmensas fortunas?

   Al principio no lo entendí, por supuesto. ¿Cómo podría haberlo hecho? En aquellos atávicos tiempos en dónde era cegado por la infinita estupidez de un joven y limitado por todo lo que la escasez de edad conlleva, lo único en lo que podía pensar era la dicha que me invadía al haber logrado mi mediocre, pero efectiva, argucia. No me enorgullezco en absoluto de reconocerlo, más ahora que logré colegir su propio machihembrado, y me doy cuenta que fui una simple pieza, un mero y vacuo eslabón de la escalera que la conducía a ella hacía su destino, pero la principal razón de mi compromiso tenía mucho que ver con esa fortuna brumosa. Brumosa porque nunca, en todos mis años de matrimonio, conocí el origen de este dinero, y tampoco poseía un mínimo dato de su familia.

   Lo que diferenciaba nuestro hogar de cualquier otro, sin lugar a dudas, era la estrecha torrecilla que se elevaba hacia el cielo. Se accedía a ella a través de una trampilla en el techo, cerca de la estufa. Los escalones eran angostos, húmedos y cenagosos, pero aquel moho no era impedimento para que mi querida esposa los ascendiera cada día al atardecer, y los descendiera al amanecer.

   Por entonces yo era un hombre modoso, tierno y cándido. No existía por mi parte negativa alguna a sus proposiciones -si bien discernía en varias-, y la complacía en cualquiera de sus caprichos, por más extravagantes e insólitos que fueran. Los primeros días estuvieron perfumados del amor necio e irreal que acudía al lecho de todos los recién casados. Pasaron dos meses para que mi mujer, Nerea Brimbón, comenzara a abandonar nuestra habitación por las noches sin ninguna discreción. Cómo buen esposo sumiso, fui temeroso de expresar inconveniencia con estas excursiones nocturnas. Si me preguntan mientras escribo estas letras la razón de las carencias viriles que demostré en muchas ocasiones, esta cómo mero ejemplo, soy incapaz de formular una respuesta contumaz. Trato de remontarme a aquellas épocas y las difuminadas reminiscencias que logran vencer el velo imperturbable del tiempo me sugieren respuestas vagas pero bastante esclarecedores sobre este asunto: estoy bastante seguro que las penurias alimenticias y el sufrimiento que azotó mi infancia me impedía poner en riesgo el matrimonio y la fortuna que había logrado pescar. La tranquilidad y seguridad económica eran, para mi, experiencias nuevas. Cómo pueden deducir, también gratificantes.

J.WDonde viven las historias. Descúbrelo ahora