Eran tiempos difíciles

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No estoy seguro de la razón, pero una de las evocaciones más recurrentes de mi niñez, es la del extranjero que se albergó en el departamento debajo del nuestro en el año 1997 con motivo del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes.

Recuerdo que esa fue una etapa especialmente difícil para las familias cubanas, había muy poco para comer y demasiadas bocas que alimentar; de allí que la posibilidad de albergar un amistoso joven europeo que trajera dinero y algo de sabor a la rutina, era muy seductora. El gobierno, previo al festival, prometió una canasta reforzada con comida y bebidas para aquellas familias que acogieran en su seno a tan distinguidos inquilinos durante un par de semanas.

De la noche a la mañana, se desató una férrea guerra civil para ver quién se quedaba con los huéspedes. El proceso para "ganarse" los estudiantes se tornó demasiado engorroso debido a que prácticamente todas las familias se inscribieron y, desafortunadamente, la demanda superaba con creces a la oferta. Se crearon comités que determinaban, luego de un minucioso estudio del núcleo familiar, si el mismo era apto para albergar personas extras. A demás de verificar las condiciones obvias necesarias de espacio y confort, se hacían entrevistas a los miembros para saber si contaban con la cultura política para combatir el supuesto diversionismo ideológico que venía en aquellos pájaros metálicos del más allá.

Aunque mi familia se postuló, resultamos descartados ya que no teníamos espacio para uno más: vivíamos siete en tres habitaciones, las matemáticas no daban. Al final, y para "sorpresa" de todos, el núcleo que venció la contienda fue el de la presidenta de nuestro edificio.

Llegó el esperado día del arribo, y entre todos preparamos una humilde bienvenida que se extendió hasta la mañana siguiente. Realmente no sé si aquella noche se afianzó la amistad entre los pueblos, pero estoy seguro que alimentamos la creencia de que los cubanos somos buenos bebedores.

Hacíamos fila para poder intercambiar unas pocas palabras con el nuevo inquilino de la planta baja, quien siempre se mostraba de buen ánimo para intentar entender nuestro enclenque idioma inglés. Con respecto a la comida, en un principio sólo vimos unas cajas cerradas que llegaron al edificio y fueron entregadas en un movimiento táctico digno de película de Hollywood. Por supuesto, tan importante detalle no se podía escapar a la ingeniosa curiosidad del cubano. Armamos un grupito y buscamos una posición estratégica desde el balcón de una vecina para apostarnos y esperar la hora de la cena. Desde allí veíamos a diario los manjares que engullía la familia con singular patriotismo. Era todo un espectáculo escuchar el chasquido de las botellas de cerveza cuando brindaban por la unión de los jóvenes del mundo.

Pasaron un par de días y tomé la sabia decisión de no acudir a presenciar la comida. Era una verdadera tortura ver el lomo de cerdo humeante, los postres desconocidos, las ollas de arroz imperial con camarones, y luego darle a mi estómago arroz con unas rebanadas de tomate para que no me despertase en la madrugada ronroneando.

Gracias a aquella experiencia, constaté que incluso la comida cambia a las personas. La agradable familia que lo acogió se convirtió en la alta burguesía del pueblo, y la hija de la presidenta quedó perdidamente enamorada del joven. En fin... el festival terminó, el muchacho se marchó para no regresar jamás, y poco a poco la familia volvió a la normalidad.

La última vez que viajé a mi tierra, la presidenta y su esposo habían fallecido. La hija sigue allí con su hermano, criando un perro pastor alemán flaco como un güin. Lo entrenan a diario para que en el futuro gane concursos y los saque de pobres (como ella misma argumenta).

Ojalá y les vaya bien.

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⏰ Última actualización: May 24, 2020 ⏰

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