CAPÍTULO: 30

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LOLA

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LOLA

Por un momento, había olvidado lo que era sentir de nuevo el tacto de la pintura entre mis dedos. Las sensaciones que las mezclas de colores te transmiten, el placer que te recorre el cuerpo al contemplar tus obras terminadas, tal y como al autor le complace, sin unas normas pautadas que no sobrepasen los propios sentimientos del pintor.

Desde muy pequeña, mi sueño siempre ha sido convertirme en fotógrafa profesional. Me resulta fascinante el hecho de capturar instantes con mi cámara y darles mi propia perspectiva, mi toque personal, convirtiendo una imagen en una historia particular y personal para los ojos de quien se deleita observándola.

Mi madre, en cambio, es una maravillosa pintora. Aunque siempre lo ha guardado como una afición, es realmente buena con los pinceles. Ella fue mi maestra, me enseñó cada técnica que ella misma había aprendido de forma autónoma. Me mostró la infinidad de colores que puedes crear sobre la paleta y, todavía yendo más lejos, en mi imaginación. Cuando la enfermedad comenzó a afectarle de forma más grave, ella encontró su refugio entre los lienzos. En cambio yo, dejaba la opción de plasmar las ideas en papel como último recurso, decantándome por usar las paredes, objetos o mi propio cuerpo como lienzo en blanco. Del total de mis tatuajes, dos han sido diseñados por mí, sobe mi propio cuerpo para, después, reemplazar el bolígrafo por la tinta. O, las cenefas que decoran las paredes del pasillo de casa, con motivos florales en tonos cálidos, también son obra mía. No obstante, tengo bajo resguardo varias obras plasmadas en lienzo al óleo o folios en blanco, pero no siento la misma libertad que me ofrece en pintar sobre mi propia piel o lugares amplios.

Pintar me recuerda demasiado a mi madre y, cuando tuve que situarme al frente de la cafetería, cambié los pinceles por el delantal. Y no me arrepiento, nunca me arrepentiría de nada que hiciese por ayudar a mi madre. Ella me ha dado la vida y juré en su día encargarme de devolvérsela a ella con todas mis fuerzas.

Ayer, sentí que había roto ese juramento. Pero también después de mi último encuentro con Lukás y percibir el poder que los colores ejercen sobre mi persona, me reencontré con una olvidada parte de mi. Una vieja conocida.

Me he levantado temprano para poder aprovechar el día al máximo. Nicolás se encarga de abrir el Muse's desde por la mañana hasta el mediodía, donde yo le tomo el relevo para entonces. Una vez en la cocina, he dejado preparado el desayuno de mi madre y se lo he llevado a la cama, como cada día. América duerme plácidamente, con la boca ligeramente entre abierta y, su cabello rojizo, descansa despeinado sobre la impoluta almohada blanquecina. A pesar de todo lo que alberga en su interior, refleja la viva imagen de la tranquilidad, hasta el punto de llegar a contagiarla a quien la contemple.

Con cierta resignación y un sabor amargo en la boca, salgo de su cuarto para adentrarme en el mío. He decidido volver a pintar.

Ayer, cuando llegué a casa, dejé todo el material preparado sobre el suelo de mi habitación para tenerlo listo para usar, mientras me tomo mi primer café. Un antiguo caballete de manera de mi madre, un lienzo en blanco, dos clases de pinceles de distintos grosores, un vaso lleno con un poco de agua y mi maletín de pinturas al óleo junto con un trozo de carboncillo negro. Ahora, tan solo necesito encontrar algo que plasmar sobre el lienzo.

OXITOCINA (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora