Prefacio.

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“Todos tenemos un monstruo en nuestro interior. Algunos lo esconden. Otros lo exponen”. 

Dos años antes del infierno.

La puerta de acero reforzado se abrió originando un chirrido, con él, una expansión de humo a su alrededor. Los tres hermanos que ahí residían, condenados a cadena perpetua dentro del reino por sus múltiples desastres, levantaron la mirada quedando ligeramente cegados por el resplandor que venía de las afueras del calabozo de máxima seguridad donde habían estado encerrados la mayor parte de sus vidas. Una figura oscureció el vano de ésta, las luces que lo iluminaban por detrás proyectaban una sombra que lo doblaba en altura en el suelo de piedra. No traía el sombrero, pero eso no fue en lo que éstos se fijaron; sino en el látigo que traía en sus manos.

Aún conociendo la procedencia de aquella hostil actitud, el demonio de ojos rojos sonrió de manera fría y arrogante, porque no se arrepentía de nada.

Tiró de él un par de veces y clavó sus ojos de reptil fríos e intensos en los de ellos.

Bajó las escaleras sin producir sonido alguno y, pese a las sombras y la obscuridad absoluta de su entorno, ellos supieron cuándo se paró detrás.

Un golpe y un dolor agudo invadió el cuerpo de la peliblanco que sólo se limitó a apretar la mandíbula.

«Ya acabará» susurró la fina voz de su subconsciente. La chica, tras aquel pequeño golpe que no podía generar ningún daño contundente, se juró a sí misma que se lo pagaría con creces.

—Asesina —alardeó.

A pesar de haber pronunciado una sola palabra su acento español salió a flote, resonando en las lúgubres estructuras del conjunto reforzado con magia para evitar su escape.

Seguido de eso, los rodeó dando varias vueltas en círculos, como si fueran animales y no personas.

Estaba cabreado, y ellos lo sabían; sus cejas se rozaban y su expresión oscura reinaba en las facciones de porcelana que constituían su rostro.

—¿Se siente bien el resultado de lo que causaron? —preguntó con ironía. No recibió ninguna respuesta por parte de los hermanos que se encontraban encadenados al suelo, con cadenas grotescas alrededor del cuello, muñecas, tobillos, y una en sus estómagos.

—Absolutamente —fue la primera vez que habló la mente asesina de cada uno de los acontecimientos; las masacres, los destrozos y el odio hacia la familia real; lo dijo con una sonrisa ladina, arrogante; una sonrisa que, bien podía representarlo todo, o no representar nada. Era escalofriante.

Él volteó su rostro de golpe hacia él; su expresión fría, y sus ojos congelados pudieron intimidar a cualquiera, menos a él, que era justo lo que quería conseguir. Que lo odiara todavía más.

Él se aproximó hacia él con paso lento, como si estuviese dándole tiempo a retractarse de su comentario, pero la seguridad afianzada a aquel acontecimiento por parte del príncipe maldito, el demonio que desencadenó un caos en el reino, el temor de los niños durante las noches y el protagonista de miles de leyendas y cuentos para adultos que corrían por las estrechas calles de Edevanne, era tan firme que cualquiera se habría dado por vencido.

—¿Absolutamente? —Su voz sonó amenazante, estaba desafiándolo a que volviera a decirlo mientras se aproximaba a él despacio.

Él expandió todavía más su sonrisa. Sus hermanos se limitaron a mirar la escena en silencio, sin moverse un centímetro o respirar, como si fuesen dos estuatillas de mármol.

El mayor se inclinó hacia adelante, todo lo que el montón de cadenas le permitían acercársele; sus ojos rojos, vacíos, brillaban por una emoción agresiva y potente. Parecía que la situación estaba convirtiéndose en un show de primera fila para él.

La cabaña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora