HISTORIA 4

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Cuando estaba pequeña iba a la finca, y la finca era ese lugar para estar con los abuelos. Uno se levantaba y se iba todavía con los ojos cerrados hasta la otra cocina, la de leña, y ahí lo esperaba la abuela para darle aguapanela, que quizá era la mejor aguapanela del mundo. Tan pronto se abrían bien los ojos, uno le ayudaba a la abuela a moler el maíz y ella cogía la masa e iba formando las arepas con las manos, siempre con las manos. Así aprendimos a hacer arepas redondas. Cuando ya estaban hechas, nos íbamos a la otra cocina y ahí la abuela hacía huevos y repartía natas y mantequilla y volvía a calentar la arepa que ya estaba fría entonces. Desayunábamos, y luego la abuela hacía queso y uno le ayudaba a hacer queso: mientras amasaba y justo antes de terminar, la abuela sacaba una bolita y se la entregaba a uno. Nunca, ningún queso ha vuelto a saber como la bolita de queso recién hecho de la abuela. Uno iba a la finca a ser feliz: corretiaba a las gallinas, recogía huevos verdes, tomaba leche recién ordeñada, jugaba a cocinar con las bateas de madera de la abuela, iba a visitar a las vecinas de la tienda y jugaba a las muñecas, veía pasar al abuelo arriando las vacas, se sentaba a observar cómo bañaban a los marranos, caminaba por la carretera destapada hasta la tienda de don Vicente porque a la abuela le faltaba un caldo de maggi para el almuerzo. Por la noche, si estaban los primos, se hacían túneles con las sillas, y los más grandes, Mauro por ejemplo, el primo que ya se murió, nos correteaba para atraparnos, y nosotros pasábamos como alma que lleva el diablo, así con cliché y todo, porque de pronto te agarraba un pie y te arrastraba. La única angustia que recuerdo de la finca era que de noche contaban cuentos de fantasmas, ahí desde el corredor, y señalaban las lucecitas que medio aparecían a lo lejos, y uno ya se acostaba asustado y rezando para que por favor no le dieran ganas de ir al baño, porque quién salía al corredor solo en esa oscuridad y con ese fantasma. La otra opción era la bacinilla. La abuela, incluso hasta a los grandes, ponía bacinillas debajo de la cama, por si le daba miedo salir.

La finca, como la recuerdo, era un lugar feliz.

Hace días me contaron una historia que pasó por los lados de la finca, y la cuento así como me entristeció que me la contaran. Una niña de siete años llegó donde la vecina a decirle que le dolía la vagina porque el papá le metía cosas por ahí. El esposo de la vecina fue a poner el denuncio, pero no pasó nada. Solo silencio. Entonces, incluso desde más lejos, alguien llamó y puso el denuncio por teléfono, y pues le recibieron la denuncia, pero le dijeron que se demoraba quince días. Quince días son tan poquito cuando uno se enamora y pasa todos los días con ese amor para arriba y para abajo. Son poquitísimo cuando está en vacaciones en la playa, asoléandose, o de paseo por Europa. No son nada cuando hay que entregar un trabajo en la universidad y hay tantas cosas por hacer. Sin embargo, quince días para una niña que está siendo violada por el papá, que la mamá se muere del miedo porque es un señor muy bravo que ha tirado la comida por llegar cinco minutos tarde, eso es toda una eternidad.

Es triste escuchar esas historias, y no porque sea en un lugar cerca a la finca, donde yo fui tan feliz, sino porque la niñez debería ser una edad para preocuparse solo por jugar con muñecas, con las bateas de la abuela o que la aguapanela en leña sepa tan rico como todos los días. No entiende uno, por más que trate de hacerlo, que a un niño lo violen, que le quiten la inocencia, que no lo dejen ser. Porque, cómo crecer pensando que el padre, ese personaje que está hecho para cuidar, fue el monstruo que estaba detrás del clóset. Esas sí que son cosas injustas que hablan de una sociedad que necesita reestructurar sus prioridades. Ese es uno de los grandes problemas de la guerra: que no nos ha dejado ver lo esencial. Detrás de esta historia está también el abandono del campo, por ejemplo, y eso solo por decir algo.

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