Prólogo.

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La llegada a casa siempre era la misma.

Cariel se adentraba por el pórtico, cerraba la puerta y apreciaba la soledad que había en casa. Sus hermanastros tenían sus motivos para llegar tarde o no coincidir con sus horarios.

Christopher se la pasaba de guardia en la clínica, Jean desaparecía durante horas en actividades de las que no estaba enterado, y Jake saltaba por la ventana a salir con sus amigos.
Cariel se quedaba por su cuenta en la inmensidad de una casa de dos pisos, aunque fueran no más de un par de habitaciones y unas paredes tapizadas, lo hacían sentirse ínfimamente pequeño.

Pestañeaba para mirar hacia abajo y encontrarse con el desastre habitual: botellas de un traslucir verde regadas por el suelo. Una rodó hasta sus pies y el sonido de aquella voz gutural que hizo eco en su memoria en cuanto la dureza del material chocó contra su zapato fue lo que vino a su mente en vez del cristal. No pudo más que estremecerse y con premura recogió los envases uno por uno.

Porque a él no le gustaba ver las botellas en el suelo.

Cariel obedecía a sus órdenes, porque mirar para arriba no era opción, porque las réplicas se atoraban en la garganta y el pánico se aferraba a la parte frontal de su cráneo. Él hacía acto de presencia en los momentos más inesperados.

Se dirigía al baño, se miraba al espejo para no reconocerse.

Su expresión demacrada, las ojeras que podían servir perfectamente como bolsas para la compra, sus ojos erráticos, la palidez excesiva y la debilidad en cada uno de los huesos. Toda esa imagen lo hacía sentirse enfermo.

Su extraña rutina de llegada concluía en el momento en que acababa de hacer lo que necesitara en el baño y se sentaba en su cama, en completo silencio.
Porque el silencio era calma, era el apagarse de las voces que reinaban en su casa, era la anarquía sin palabras de sentirse seguro con los labios sellados.

Pero el silencio siempre se rompía.

Escuchó en esa ocasión la puerta abrirse y chocar en un estrépito contra la pared. El rubio apretó los ojos con fuerza, porque no había manera en que no reconociera que él estaba en casa. 

Esos pasos pesados, lo ronco de la voz que emergía de las profundidades de la garganta de aquél, el hedor a alcohol barato. Él olía a roña, olía a desgracia, y sí que era una desgracia cuando se daba el lujo de hablar.

Cariel —Escupió. El mencionado consideró hacer caso omiso como lo hacía la mayor parte de las veces, pudiendo zafarse de las garras de aquella bestia. Pero no, él no podía negarse cuando repetía—Ahora.

El tintineo de la botella contra la pared, la molestia grabada en su voz, el impávido toque en su puerta que pronto se transformó en azotes furiosos... Cariel sabía lo que le esperaba.
Él rompía el silencio, y el mismo aprovechaba para devorarse las entrañas del rubio.

Porque siempre hay calma antes de la tormenta.

Calm before the storm.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora