Justo cuando el Sol tocaba el horizonte se me pasó por la cabeza hacerlo, ¿por qué no? De todas formas sólo quedaban 4 días para que tuviese que cumplir cadena perpetua y no podía permitir que ese cabrón rondase por ahí.Ya estaba decidido. A las 3 de la madrugada le haría sufrir como se merecía. ¿Que por qué a las 3? Porque a esa hora es en la que ocurren los peores sucesos a los que la humanidad da rienda suelta y yo no quería ser la excepción.
Era tarde, estaba oscuro y a penas conseguía ver la cerradura. ¡Por fin! Conseguí forzar la puerta y entrar en la casa. El sigilo no era una de mis grandes cualidades, pero, realmente, quería despertarle y ver el miedo en sus ojos desde el primer contacto que tuviese conmigo. Fui habitación por habitación observando cada pequeño detalle que se desvanecería ante él cuando le despertase. La primera habitación estaba pintada de un azul con tonos violetas, "un niño", pensé, y así era, en aquella cama dormía un niño no mucho más pequeño que yo cuando decidí que esto pasaría algún día; la segunda, estaba vacía, sólo había un par de cajas; en la tercera dormía él, con una de sus nuevas, con sus palabras: novias.
Me acerqué lentamente hasta tener su rostro, adormecido, ante el mío. Lo miré y debió notar que algo, o alguien, le observaba porque acto seguido se despertó sobresaltado. La chica que dormía a su lado hizo lo mismo. Me miraban aterrados mientras cerraba la puerta para no despertar al niño de la primera habitación. Pistola en mano dirigida a sus cabezas les dije que se levantaran con cuidado y sin hacer el menor ruido, porque, si despertaban al niño, él también sería mi víctima.
Les obligué a entrar en el coche. Les llevé hasta una casa abandonada. La planta más baja, estaba hecha para esta ocasión. En el centro de la habitación había una mesa metálica, como la de los veterinarios; debajo de la mesa, un desagüe; en una de las esquinas había un contenedor metálico, que muchos años atrás debió servir como calentador de agua; y, por último, tanto las paredes como el suelo de la habitación estaban recubiertos de pequeños azulejos celestes que poco a poco perdían su color original para dejarlo en un gris quirúrgico horrible.
A la chica la maté rápido, de un disparo en la sien, pues ella no era mi verdadera víctima, sólo lo fue por casualidad. No opuso mucha resistencia, claro, ¿quién se opondría a un tío de metro noventa que dice que sino te mata irá a por tu hijo? Nadie.
Con él me ensañé más, mucho más. Le clavé el machete una y otra vez, desgarrando su carne, haciéndole sufrir. Lo tenía todo tan planeado y tan estudiado que sabía a ciencia cierta que él seguiría vivo después de esta oleada de puñaladas, así que empecé a darle fuertes golpes con una barra de hierro, destrozando su rostro, rompiendo sus costillas, sintiendo sus gritos al pedir, por favor, que le dejase vivir. Era, simplemente, fantástico. Sus gritos. Sus expresiones de dolor. Todo. Mientras él aún mostraba tener consciencia, decidí ir a más, cortarle un dedo, luego otro, y otro, luego iría a por su lengua y dejaría las cuencas de sus ojos vacías. No os podéis imaginar cómo gritaba y me rogaba que parase, incluso me pareció algo excitante. "¡No por favor, para!", "¡Por favor, tengo un hijo, no me hagas esto!". Esas palabras siguen aún hoy frescas y resonantes en mi cabeza.
Justo antes de arrancarle los ojos me quité la máscara que me cubría los ojos y, con voz firme, cariñosa e irónica, le susurré "Que duermas bien, papá". Me miró incrédulo. Lástima que no pudiese mirarme durante mucho tiempo más. Esa mirada de depresión y dolor moral me hacía sentir placer, demasiado placer.
Recogí el cadáver sangrante de los asquerosos azulejos y lo tiré al maletero del coche. Conduje durante unos quince minutos hasta un pequeño sendero cerca de la playa. Los arbustos y matorrales habían alcanzado un altura superior a los dos metros, pero nadie los cortaba nunca, por lo que era un buen lugar para tirar el cuerpo sin ropa. Lo saqué del maletero a las cuatro y media de la madrugada, lo cargué durante unos sesenta u ochenta metros, hasta que conseguí llegar al sitio correcto, al sitio donde los arbustos cobraban espesor y eran más altos. Lo balanceé para coger impulso y lo tiré sobre los matorrales llenos de espinas.
Con suerte nadie encontraría jamás el cuerpo y, si lo encontraban, él estaría totalmente avergonzado.