Eran las tres de la madrugada, ¡como siempre! Era un barrio tranquilo, con filas de casas blancas como la nieve, pero una me llamó la atención, fijé la mirada en ella y supe que esa casa aguardaba a mi siguiente víctima. Entré con cautela, para que nadie consiguiera ver mi rostro. Empujé cuidadosamente la puerta de su habitación y la vi. Su cabello era de oro y su piel, tersa, tenía un color rosáceo irresistible. Ya no tenía ninguna duda: Debía ser ella la siguiente.
Ella suspiraba, dormida, jamás imaginaría lo que le iba a suceder. Se despertó, de golpe, como si me estuviese leyendo la mente. Me miró. Clavó sus ojos en los míos, unos ojos con los que suplicaba clemencia, pues ya sabía cuál sería su destino, unos ojos negros como el azabache.
La saqué de la cama tirando de sus brazos. Casi se golpea el cráneo con la esquina de la mesita de noche, pero yo, tan galante como soy, no iba a dejar que eso le ocurriese. Ella frunció el ceño, no entendía porqué la había ayudado a no golpearse si a continuación iba a acabar con su vida.
Acto seguido, la até de manos y piernas, acabando completamente con su movilidad. La amordacé. Le clavé varios cuchillos, el primero, en el brazo; el segundo, en la pierna contraria; y, el tercero, en un ojo. El sonido de sus gritos cada vez me parecía menos insoportable; con cada uno de sus alaridos encontraba, en mi mente, un paraíso diferente. Ya había perdido un ojo y pensé que poco le importaría perder un par de dedos, aunque algo me detuvo unos momentos, había dejado de oír sus gritos. Eso no me gustaba nada. La miré. Ya estaba muerta.
Rompí en sollozos, como al niño que le niegan el comprarle un juguete que desea. No me lo podía creer. No podía mirar aquel cuerpo que había llegado a la inmovilidad antes de lo planeado. Me enfadé. Comencé a gritar, y los gritos dieron pie a un ataque de ansiedad. Pasé toda la noche junto al cuerpo, intentando conciliar el sueño después de una misión tan fallida como aquella. Conseguí animarme pensando que aún quedaba mucho tiempo para tener otra víctima, pero no allí, debía marcharme ya, junto con el cuerpo, para dar paso a una oleada de policías enfadados al no encontrar ninguna prueba.