Una de ellas confió en que algún piadoso hombre de los que habían conocido en la noche las podría llevar.
La otra sabía que, a pesar del nivel de alcohol que habían ingerido, aún era capaz de correr un taxi e indicarle la dirección de su nuevo departamento.
Eso si encontraba las llaves.
Aquí están, dijo Alicia- y sacó el juego, llavero incluido del escote de su confidente. ¿Qué es lo que estaba pasando?
Era claro. Se veía a kilómetros de distancia esa tensión sexual que siempre existió entre ambas. Pero nunca ninguna se había animado a dar el primer paso. Ni ellas, ni su heterónormatividad, ni el miedo a perderse la una a la otra lo habían permitido.
No hasta ese momento.
La vida después de la Academia las había separado, las había juntado, y las había vuelto a alejar. 400 kilómetros exactos.
Esa noche se desdibujarían. Hasta el amanecer serían una sola, estarían tan cerca que dolería demasiado volver a separarse.
Estaban en la ciudad de Raquel. La otra, Alicia, estaba de visita después de una eterna jornada de trabajo. Una semana antes había sido asignada a un caso de suma importancia. Y necesitaban a la mejor inspectora que pudieran encontrar, y también a la reina de las hijas de puta.
Algunos sentimientos a flor de piel la obligaron a llamar. No habían terminado de la mejor manera esa extraña relación que llevaban cuando jóvenes. No se habían entendido, o quizás, habían tenido miedo a entenderse.
La llegada del fin de semana tan lejos de casa parecía la excusa perfecta para comenzar a reescribir una historia que jamás tendría que haberse dejado en pausa. O para darle un fin definitivo.
Las miradas seguían ahí. Y un roce. O dos. Hicieron que ambas se desesperaran por ir a buscar un taxi. La opción del hombre lindo que las devolvía a su casa había desaparecido. Alicia se iba con su conquista, si, pero no era precisamente un hombre. Y hasta ese momento no sabía que iba a terminar pasándola incluso mucho mejor de lo que lo había pasado alguna vez con uno de ellos.
Cuando llegó, corrieron ambas, de la mano por temor a que el alcohol las terminara de derrumbar, al auto.
El viaje llevó las sensaciones a un límite impensado.
El trayecto aumentó todo. Lo multiplicó. Raquel, tomando la iniciativa, intentó besar suavemente a su amiga. Esta última no respondió así. Su desesperación la llevo a clavar sus uñas en el trasero de la otra y atraerla de forma brusca, instintiva, casi animal.
Se abalanzó sobre su cuello, deseando que el chófer y ese auto se borraran de inmediato. Necesitaba sentirla, o moriría de pasión de no hacerlo.
La besó de una forma voraz y comenzó a acariciar, por encima de la ropa, el lugar más íntimo de su amiga.
Ambas respiraciones se agitaron. El chofer frenó de golpe, en un pedido para que ambas se detengan, y las dos lograron entender la indirecta, por un rato.
Los botones de la camisa rotos y los zapatos desparramados por la escalera daban cuenta de lo que estaba pasando adentro de ese departamento.
Cuando, antes de salir a bailar, Raquel le dijo a su amiga que su nuevo piso necesitaba una "inauguración", nunca se le pasó por la cabeza algo así.
¿O sí? Alguna vez lo había imaginado, incluso había fantaseado con eso. La que sin dudas jamás se había permitido pensar en eso fue Alicia.
Esta última, después de lograr ese clímax el mismo instante que lo hizo su compañera, minutos después de recuperar su respiración agitada, entrecortada, entró en razón.
Y no sabía que hacer.
Después se creyó una cobarde, claramente. El tiempo le iba a dar la razón. Pero en ese momento, cuando vio que la dueña de casa ya estaba dormida, salió de allí, como alma que lleva el diablo.
Ni siquiera la despertó. Tampoco se quedó en la ciudad. Volvió a la suya queriendo gritar.
¿Cómo se sentía después de esto?
Seguía siendo su mejor amiga después de tanto tiempo y distancia. No quería perderla ahora que por fin se habían reencontrado. Pero aceptar lo que había pasado implicaba también reconocer, por primera vez, que estaba equivocada. Y eso le iba a costar un mar de lágrimas.