Recuerdos de octubre

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⠀⠀⠀Hacía tanto tiempo desde la última vez que lo había visto que por poco lo reconocí. Y sin dudas el hombre que tenía enfrente no se asemejaba al niño de mis recuerdos. Había cambiado. Su cabello, su mentón, sus labios, sus hombros, sus movimientos, y lo que tiempo después me di cuenta, también su forma de mirarme.
⠀⠀⠀¿Cómo iba a saber yo que ese hombre nuevo iba a querer que me arranque el corazón de la desesperación, incluso cuando ya había abandonado ese lugar? Me perseguía y abusaba de mi imaginación. Me provocaba a que sueñe despierta con él. Hizo creerme que estaba enamorada cuando lo único que me estaba carcomiendo por dentro era un deseo lleno de chispas y que sabía que era recíproco. Su deseo me quemaba. Ardía en mí como el primer día que lo vi resurgir de entre unas memorias que ya habían cambiado, que formaban parte de otra vida.
⠀⠀⠀Había confundido todo con amor. Un amor que me rompió en pedazos.
⠀⠀⠀Permití que deje en mí los cambios más susceptibles, sutiles, desde decir un hola, seguido de mi nombre, hasta tocar accidentalmente, o no, sus dedos con los míos al caminar por la calle en los momentos en que la tía Elena nos mandaba a comprar al almacén de la esquina. Fue el comienzo de un amor silencioso, que lo único que hacía era flotar incómodamente en el aire que nos rodeaba, seguido por la culpabilidad que sentía de mirarlo y quererlo sólo para mí.
⠀⠀⠀Seguro que él pensaba que no me daba cuenta de su forma de mirarme a lo lejos o en las comidas, seguro que no pensaba que notaba el peso de su mirada desde la escalera mientras leía plácidamente en el hogar. Ni tampoco seguro cómo me miraba cuando pasaba por su lado, como si quisiera preguntarme todo, o tal vez sólo quitarme la ropa.
⠀⠀⠀Él como yo dejamos pistas por todos lados: en su cama, en las noches que usaba de excusa ir a preguntarle sobre el libro que estuvo leyendo antes de la cena, sólo para ver su cuerpo abrigado por su pijama azul de algodón, que le quedaba pintado, para después imaginarlo sin él; o en la puerta de entrada cuando sin querer nos chocábamos los hombros al salir y entrar el otro. O incluso en la cocina cuando el suave roce de nuestras rodillas por debajo de la mesa me provocaba electricidad en todo el cuerpo y el corazón. Esa electricidad que se atesoraba en mí por días, con el recuerdo de una puñalada en el estómago, haciéndome encoger por la sensación que me atormentaba en mis sueños y en la almohada, o a veces sentada en el jardín, tomándome desprevenida.
⠀⠀⠀Atesoré cada detalle y cada momento con el correr de esas vacaciones de invierno. La nieve me trae el olor a libro viejo y a chocolate derretido, y no sé por qué, si nunca me gustó el chocolate y mucho menos lo dulce. Nunca supe qué era lo que vi en él que despertó tanto deseo en mí, si tal vez comenzó esa mañana de octubre cuando la tía Elena y Virginia, amiga de la tía y madre de la razón de mis desvelos, nos despertaron porque Lucía había dejado que se escapen los perros. Corrimos juntos bajo un cielo blanco que nos amenazaba, sumándole la tranquilidad, o tal vez inquietud, de los copitos de nieve suspendidos en el aire cuando giró a verme.
⠀⠀⠀Entre nosotros florecían cosas, yo lo sé. Estoy segura que entre la distancia de nuestras habitaciones había resurrección, nacimiento, el aire de una promesa. Pero yo solo quería escucharla salir de sus labios. Mirarlo a él era conocerme, era situarme en un campo soleado y con un espejo enfrente mientras del otro lado, devolviéndome la mirada, se encontraba él. A cada movimiento copiaba los míos a su manera, de forma sincrónica: la forma que tenía de tocarme el pelo todo el tiempo, mi mala costumbre de arrugar la nariz al reír, mi toc de lavarme las manos constantemente, tanto, que siempre las tengo cuarteadas.
⠀⠀⠀En sueños él habitaba en mis sábanas y recorría mi espalda con la punta del dedo índice, el mismo con el que pelaba una banana todas las mañanas en el desayuno que servía la tía. En sueños me respiraba en el cuello y a veces, momentos en que nuestras respiraciones se agitaban, lo aprisionaba con su mano, tan delicada como siempre. Su cuerpo y el mío se acoplaban, pasaban a formar parte de uno solo por toda la eternidad que podía durar mi cabeza dormida.
⠀⠀⠀Al despertar siempre lo sentía cercano, como un susurro a medio terminar, una exhalación que se escucha en una noche de frío glaciar. Desaparecía y me dejaba abatida todas las veces, nostálgica a su tacto irreal.
⠀⠀⠀Incluso el día que me fui, que terminó mi estancia en ese lugar, el abrazo que me dió al despedirse no remedió nada de lo que pasamos durante esas dos semanas entre detalle y detalle, entre mirada furtiva y alguna que otra un tanto atrevida. Lo único que hizo fue regalarme un abrazo frío con sabor a abandono y desinterés, de la misma forma que saludas a tu papá porque sabés que lo vas a volver a ver. Aunque en este caso no fuera cierto.
⠀⠀⠀La soledad que me obsequió me desarmó. Por completo. En pedazos. Le había entregado inconscientemente pedazos, retazos de mi ser que sólo terminaron desvaneciéndose en el brillo del hielo derretido del porche de esa casa o en el reflejo de sus ojos cuando me pescaban mirándolo.
⠀⠀⠀¿Para qué? ¿Para qué entregué pedazos de mí, sospechando, sabiendo casi, que no iban a regresar?
⠀⠀⠀Después de años estoy sentada al lado de la ventana, viendo cómo cae la nieve desde el ante último piso del edificio de enfrente, recordándome a esas tardes de octubre tiempo atrás, donde todo quedó en una nerviosa inconclusión que a veces me seguía atormentando, como en este momento.
⠀⠀⠀Ese día el cielo estaba de luto conmigo.

Fin

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