Cita con Santa Claus

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CITA CON SANTA CLAUS (fragmento)
Por Ami Mercury

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"Esta es la última, lo juro", pensaba Stephen mientras se daba los últimos retoques frente al espejo.

Hacía ya casi dos años que se había mudado a Nueva York. Un cambio de aires era justo lo que necesitaba en aquella época; cruzar el charco, esconderse en una ciudad enorme donde nadie le conociera y en la que salir a la calle no le provocara palpitaciones y ansiedad.

De aquello solo quedaba el recuerdo y, aunque cada mañana se reafirmaba en la idea de que la solicitud de traslado había sido una de las mejores decisiones de su vida, de un tiempo a esta parte empezaba a sentirse solo. No le faltaban amigos pero en lo que respecta al plano romántico, después de Dennis no lo había vuelto a intentar. Y es que Dennis dejó buena huella en él.

Parecía tranquilo, un poco tímido, educado en exceso y caballeroso. Pero en la intimidad del hogar se convertía en una persona diferente. Se conocieron en la universidad y se fueron a vivir juntos después de graduarse. Al principio todo era perfecto: Dennis era detallista en exceso, no le faltaban palabras cariñosas y siempre estaba ahí para ayudar. Stephen no llegó a darse cuenta de cuándo empezaron a torcerse las cosas. Al principio fueron pequeños detalles a los que no dio importancia. Ataques de celos sin sentido, mal humor las noches que le apetecía salir de juerga, camisas demasiado ajustadas que aparecían en el cubo de la basura... Incluso podía decir que su actitud llegaba a hacerle gracia. Y cuando se llegó a dar cuenta, vestía como Dennis le decía, salía cuando le parecía bien y hasta había cambiado sus hábitos alimenticios para amoldarse a lo que él quería.

Pero nunca era suficiente. Nunca estaba satisfecho y Stephen llegó a caer en una espiral de odio hacia sí mismo de la que no empezó a salir hasta que se encontró una mañana con la mejilla hinchada y el labio partido.

Eso, por suerte, era ya cosa del pasado. Dejó a Dennis, tuvo que soportar amenazas, llamadas a altas horas de la madrugada y la constante sensación de que alguien le vigilaba. Ni siquiera la orden de alejamiento le tranquilizó. Por eso, al recibir la oferta de traslado, sintió que era una buena oportunidad.

El tiempo borró esa huella, le quitó el miedo a salir de casa, le hizo recuperar las ganas de ir a tomar una copa de vez en cuando y, finalmente, le hizo echar de menos el calor ajeno en la cama.

Eso fue lo más difícil. La primera noche se dio cuenta de que había perdido por completo la capacidad de ligar. Aquello de miradas veladas, roces casuales o proposiciones más directas no era lo suyo y después de un tiempo nada fructífero decidió probar online.

Con un perfil detallado y una selfie donde no saliera demasiado mal, Stephen supuso que no tardaría en encontrar a alguien afín. Gran equivocación, porque no tuvo en cuenta que el sitio, supuestamente orientado a encontrar el amor, estaba lleno de tíos que no buscaban más que un polvo y que, como él, eran incapaces de conseguirlo de otro modo.

Tuvo algunos buenos, desde luego. Al menos eso estuvo bien. Pero de cruzarse con el amor de su vida, ni hablar. Lo más cercano a alguien compatible que encontró fue un tipo adorable pero muy dentro del armario, casado y con un par de críos, que le ofrecía una relación clandestina cada dos fines de semana. No, gracias.

Por eso, decidido a darse por vencido y a abandonar de una vez por todas la red social, aceptó la última cita con reticencia y por aquello de que estaban en Navidad y todavía no había perdido la fe en los milagros.

Pestañeó un par de veces para enfocar la vista, puso en su sitio el último mechón rebelde con algo más de gomina y se ajustó la corbata. Debía reconocer que no estaba mal: con su barba de un par de días que le daba ese aspecto sexy, los cortos rizos morenos bien domados y sus expresivos ojos marrones sin la barrera de las gafas, empezaba a tener una premonición con respecto a esa noche. Esa sería la definitiva, seguro. El tal Nicholas sería perfecto en todos los sentidos y además caería rendido a sus pies.

Cuando llegó al restaurante acordado lo que le cayó a los pies fue el alma.

"Estoy en una mesa al fondo, junto a una reunión de ejecutivos", decía el mensaje recibido minutos antes. Aún llevaba el móvil en la mano cuando traspasó el umbral de la puerta. Barrió el lugar con la mirada: sin las gafas no veía muy bien pero sí lo suficiente para distinguir la citada reunión de ejecutivos, todos de riguroso traje negro y cabelleras engominadas. Las dos mesas colindantes las ocupaban dos mujeres y... Santa Claus.

Cerró los ojos con fuerza e intentó enfocar mejor la mirada, con la esperanza de que la miopía le hubiera jugado una mala pasada. Pero no: en formas más bien difusas se distinguía a la perfección el traje rojo y blanco, un tremendo barrigón y un gorro picudo con barba falsa que colgaba del respaldo de la silla.

Perfecto. De todos los tíos raros de la ciudad tuvo que cruzarse con el del fetiche navideño. O igual era un bromista de mal gusto; sea como fuere no estaba dispuesto a descubrirlo porque aquella fue la confirmación de que la web de citas online solo era frecuentada por tíos raros y de esos, ya había tenido suficiente. Así que se fue por donde había venido. Regresó a casa, se preparó un ponche de huevo y pasó la noche en pijama con la única compañía de "Luna de Papel" y "Qué Bello es Vivir".

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