XIX

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Al día siguiente, hubo otro acontecimiento en Longbourn. Collins se declaró formalmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo metódico y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales casos. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre con estas palabras:

––¿Puedo esperar, señora, dado su interés por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana?

Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse roja por la sorpresa, la señora Bennet contestó instantáneamente:

––¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará encantada y de que no tendrá ningún inconveniente. Ven, Kitty, te necesito arriba.

Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó diciendo:

––Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda oír todo el mundo. Soy yo la que me voy.

––No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al ver que Elizabet, disgustada y violenta, estaba a punto de marcharse, añadió:

––Lizzy, te ordeno que te quedes y que escuches al señor Collins.

Elizabeth no pudo desobedecer semejante mandato. En un momento lo pensó mejor y creyó más sensato acabar con todo aquello lo antes posible en paz y tranquilidad. Se volvió a sentar y trató de disimular con empeño, por un lado, la sensación de malestar, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:

––Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su modestia, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado licencia para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el objeto de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado patentes para que puedan inducir a error. Casi en el momento en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga las razones que tengo para casarme, y por qué vine a Hertfordshire con la idea de buscar una esposa precisamente aquí.

A Elizabeth casi le dio la risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que siguiese adelante. Collins continuó:

––Las razones que tengo para casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido advertir en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado indicármelo, aun sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: «Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeños ingresos. Éste es mi consejo. Busque usted esa mujer cuanto antes,

Orgullo y prejuicio - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora