El futuro

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Suna no creía en el misticismo, la cienciología y demás inventos que solo servían para aprovecharse de las debilidades de los seres humanos, pero también admitía que era débil por naturaleza

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Suna no creía en el misticismo, la cienciología y demás inventos que solo servían para aprovecharse de las debilidades de los seres humanos, pero también admitía que era débil por naturaleza. La noche anterior, en mitad de un mental breakdown pensando en que su mejor amigo, Kita, iba a marcharse al interior a trabajar en el campo y que no lo volvería a ver en mucho tiempo, llamó a uno de los videntes y tarotistas de la tele porque no sabía cómo dirigir su vida sin la rectitud de su amigo de por medio. Le respondió estupideces obvias como "conocerás a alguien nuevo muy pronto", "tienes asuntos pendientes con el pasado"  o "debes estar atento para aprovechar todas las oportunidades" y Suna colgó en cuanto pudo para que no le cobrase todavía más. Para empezar, era Acuario: necesitaba tiempo para conocer a los demás antes de dirigirle a alguien más de dos enunciados seguidos. Para finalizar, él solo quería apoyo moral, no un sermón sobre sus posibilidades de ligar.

Como todo buen hombre arrepentido, ignoró aquella conversación por completo, pero su subconsciente no pareció estar de acuerdo. Quizá el hecho de haberse dormido en el sofá con la teletienda de fondo no fue la mejor opción, por lo que sufrió una serie de sueños bastante extraños en los que vestía de época, era cristiano y Kita actuaba como su profesor particular —al despertar, recibió un escalofrío solamente de recordarlo—.

Cansado y apaleado, se arrastró como pudo a su trabajo como vigilante —de la playa, pero sin David Chokachi esparciendo crema solar por sus anchos pectorales, lamentablemente—. Era verano; debía esforzarse si no quería dejar de tener ingresos con los que pagarse la carrera de periodismo y el alquiler del piso, pero el calor era insoportable incluso debajo del tejado del puesto de vigía.

Suna no tenía demasiado claro si le molestaba más el calor, la arena de la playa o los graznidos que emitían los niños que correteaban por allí, pero como siempre le había gustado nadar, se aferró a aquel puesto cuando lo rechazaron en las demás entrevistas en locales cerrados y con aire acondicionado. Desde aquella pequeña cabaña blanca elevada por vigas y una larga escalera alrededor tenía unas vistas magníficas del lugar y una luz perfecta para poder leer algo de poesía —aquel libro de Moore que estuvo en lo más alto de su pila de asuntos pendientes y que le cayó encima de la forma más salvaje posible— entre grito y grito de socorro en el mar.

Como el que acababa de llegar a sus oídos. Suna chasqueó la lengua, memorizó la página donde estaba el último poema que estaba leyendo y se equipó con un par de salvavidas antes de comenzar a correr hacia el agua, sin importarle salpicar de arena a las familias chillonas que habían interrumpido su lectura tantas veces. Su puesto de vigilancia se encontraba a unos pocos pasos de distancia de aquella zona donde cubría la marea alta, por lo que no tardó en percibir la humedad de la arena en sus pies alargados.

Había un hombre rubio removiéndose en el agua en una zona un poco más profunda y con corrientes marinas, cerca de las rocas del extremo derecho de la playa; pataleaba para intentar mantenerse por encima del nivel del mar y otro hombre se acercaba a él para auxiliarlo sin mucho éxito. Escrutó el paisaje azul y despejado y percibió que se estaba levantando el viento; era mejor darse prisa.

Caducifolio; OsaSunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora