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Cuando estás a punto de entrar a la educación superior, te imaginas que tu entorno será similar al delirante ambiente de los campus estudiantiles que nos muestran las películas norteamericanas, y que probablemente allí son una realidad. Pero con el paso del tiempo y de los semestres te das cuenta que el sexo, las drogas, la fiesta, el alcohol y el descontrol, aunque existen, no se encuentran con la misma intensidad que un recién egresado de un colegio de secundaria esperaría. Y la búsqueda de esos placeres, más que el deseo de aprender las cosas que me serían útiles para mi carrera, era lo único queme motivaba a asistir, como si adquirir aquellas experiencias representara mis ansias de libertad, de encarnar en otro ser, de aprender otro estilo de vida y una nueva visión del mundo. Todo este tiempo había vivido encerrado en una cómoda burbuja, y sólo hasta este momento creí encontrar la llave mágica que me permitiría escapar de una jaula en la que yo era el único prisionero.


–¿Por fin será el momento? –Meditaba de camino a la universidad– ¿Finalmente seré como todos los demás? ¿Tendré sexo, una novia, amigos y una vida social igual a la de la gente normal?


Sentado en la sucia silla de un bus con destino a mi lugar de estudio, necesitaba conocerlas respuestas a esos interrogantes. Sin embargo, no pude proyectar ninguna otra idea respecto al tema porque algo distrajo mi atención de los esperanzadores pensamientos que zumbaban en las paredes de mi cabeza.


Naela apareció. Apartó la única silla que quedaba libre, justo detrás del vidrio que separaba la cabina del conductor de los lugares donde se sentaban los pasajeros.Yo, ubicado a dos sillas de distancia en dirección a la derecha, pude observarla con sólo mirar ese vidrio, opaco y deslucido. Por suerte el sol no se reflejó a través de las ventanas; así mis ojos no tuvieron el obstáculo de su luz para admirar la baja estatura dela joven, su rostro de tonos de arequipe, su extenso cabello descansando hasta la mitad de la columna vertebral, y la sencilla chaqueta de jean que la protegía del frío. Era bella.–Me hacen falta doscientos pesos –Le reclamó la chica al conductor al revisar su cambio.


Él fingía no escuchar.


–Le di un billete de cinco mil –Insistió ella.


No sé si la muchacha notaba que podía verla a través del vidrio, si me observaba a mí, o si se sentía tan inquieta como yo con sólo imaginarla tan cerca. Podía ser que todo fuera un espejismo que no merecía ser recordado, que ella no existiera, o que me encontrara tan nervioso que mi mente la hubiera dibujado para mí únicamente con el fin de distraerme.


En todo caso, el conductor le entregó las monedas y ella se sentó tranquila en su asiento,fijando la mirada en el vidrio opaco, mientras yo imaginaba que era a mí a quien vigilaba,cuando probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que mis ojos no conseguían apartarse de su imagen.


Era tal mi distracción, que no me percaté del instante en el que el bus disminuyó su velocidad en plena avenida, y poco a poco se fue deteniendo en un rincón de la calle por donde transitaba. Se había quedado sin gasolina.


–¡Abajo todos! –Gritó el chofer.


Como muchas veces sucede en esta caótica ciudad, el conductor nos dejó a la deriva en medio de la vía, ordenándonos con displicencia bajar del bus, desconcertados, en medio de reclamos a gritos por parte de algunos pasajeros, sin saber cómo llegar a nuestros destinos, y sin devolvernos el dinero que le pagamos para que nos transportara.De todos los afectados con el inesperado suceso, la persona que menos demoró en saber qué hacer fue la chica que había despejado mis problemas durante los segundos que posé mi atención sobre ella. Sin mirar a nadie, sin importarle mi suerte ni la de ninguno delos que se habían quedado atrás, detuvo un taxi y se marchó, tan fría como una mañana bogotana. Me dejó atrás.


–Se acabó –Pensé–. Jamás volveré a verla.


Y me resigné, igual que siempre, tal como tantos otros que encuentran al amor de su vida en el transporte público y no vuelven a verlo jamás.


Aquél simple hecho cotidiano me demostraba que nada en mi vida cambiaría; que aunque ahora fuese un universitario y tuviera a la mujer de mis sueños a unos centímetros de distancia, la dejaría marchar tan fácil como ella detuvo ese taxi amarillo para llegar a su destino.


No obstante, mi sorpresa fue mayúscula cuando después de tomar otro bus, soportar la aglomeración en cada estación, y finalmente entrar al salón de clases de la universidad por primera vez, la chica que me deslumbró minutos antes se encontraba sentada en una de las bancas de madera, chateando a través de su celular de alta gama. A veces la pequeñez de las coincidencias puede hacer de un día cualquiera el más feliz de nuestra existencia.


No obstante, era evidente que yo para ella seguía siendo un desconocido. No había distinguido mi rostro antes; y lo peor de todo: le era completamente indiferente a pesar de encontrarme de pie frente a su belleza.


Apenas me vio llegar, zafó sus ojos del chat para detallar mi figura. Cuando se dio cuenta que yo no estaba a la altura de sus ideales estéticos, bajó la mirada nuevamente y continuó chateando.


–Y así es como la vida te da y te quita oportunidades a la velocidad de un suspiro –Pensé, todavía de pie.


No le gustó mi físico. Dejé de observar su fría expresión y busqué un buen lugar para sentarme, resignado a no provocar ninguna emoción en el corazón de ninguna mujer por culpa de mi escuálido aspecto. Escogí la parte más alejada del salón para acomodarme.De pronto, el recinto de amplios espacios pareció pequeño para la cantidad de alumnos nuevos que comenzaban a ocupar las sillas. Blancos, negros, mestizos, rubias, castañas,lisas, crespas, altos, bajos, fornidos y gordos; para todos ellos había cabida. Y aunque el recinto llegó a su tope máximo de capacidad, el cabello y la chaqueta de blue jean de la joven Naela aún eran visibles para mí.


–¡Vaya! –Exclamó la voz de un anciano profesor que se acercaba al atril principal–. Se nota que este es el primer día de clases. No hay ni una sola silla vacía. Al final del semestre les aseguro que lo difícil será encontrar un asiento ocupado.


El viejo de lentos movimientos y voz ronca escribió su nombre en el enorme tablero blanco. Entretanto, noté que una chica robusta, de cabello corto y boca gruesa que exaltaba un gusto desmedido por labiales de colores vivos, saludaba de forma animada pero silenciosa a la muchacha que yo tanto observaba, y que se sentaba junto a ella en el lugar que le había reservado durante todo este tiempo.


–Bueno, no se sentirá sola a lo largo del semestre y tendrá con quién realizar los trabajos –Concluí con melancolía –Será aún más difícil acercarme. En todo caso... no le gusté. Admítelo, Marco. Ella no era para ti.


Desvié la mirada hacia el frente y traté de concentrarme en las palabras lentas y pausadas del anciano que con dificultad hablaba, como si sus pulmones estuvieran apunto de colapsar con cada palabra que emitía.

(CONTINÚA)

NUNCA FUE SUFICIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora