Capítulo 3: No estamos solos.

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Un hermoso río de suave caudal se encontraba frente a mí. Las cristalinas aguas me permitían ver las rocas del fondo y los peses de numerosos colores, entre tonos de verde y amarillo opaco.

El impulso de sentir el agua fresca en mi piel me hizo despojarme de toda la ropa que llevaba. Entando un pie, y luego el otro, fui sumergiendo el resto de mi cuerpo, cuidando donde pisaba para no tropezarme con alguna piedra. El rose de la fría agua con mi desnudez me relajaba sobremanera.

A medida que avanzaba, las aguas se hacían más profundas, y se notaba la diferencia entre la frialdad de la superficie, y la calidez del lecho. A pesar de que se mantenía una buena visibilidad, el movimiento de mis pies revolvía el lodo en el fondo.

Una sombra, algo grande, que pasó por mi derecha me alertó. La creciente turbidez del agua no me permitía ver aquello que nadaba a mi rededor. Intentaba no moverme, manteniéndome a flote, para que todo el sedimento se estabilizara cuando algo se enrolló en mis piernas empezando a hundirme. De manera casi automática moví mis brazos y pataleé, en un intento de zafarme y volver a la superficie. Pero la fuerza con la que me arrastraba, lo que creía era un pez, era demasiada, volviendo inútil todo mi esfuerzo.

El poco aire que había logrado tomar se había acabado, y el dióxido de carbono me empezaba a asfixiar. Al soltar todo el gas que contenía, el agua empezó a ingresar. Por reflejo intenté respirar, y el agua recorrió con más fuerza por mi sistema respiratorio, la cual empezó a llenar mis pulmones. Sentía que me quemaba por dentro. Intentaba tomar el aire que no había.

El cansancio y la falta de oxígeno me vencieron eventualmente. Mi vista se nublaba, y en vez de negro, veía todo blanco. Un blanco segador. Como una luz.

Abrí los ojos tras un fuerte latido de mi corazón. Empecé a tomar bocanadas de aire, hiperventilando y jadeando, como quien retenía la respiración por mucho tiempo.
Busqué el río, o un indicio de humedad en mi cuerpo, solo para caer en cuenta de que me encontraba nuevamente en aquella nada.

– ¿Un… sueño…? – no lo sabía ya que se había sentido tan real.
Parándome con un poco de dificultad, evitando ver hacia abajo, hice lo mismo que horas, o tal vez días, antes de dormirme. Caminar. Buscar cualquier cosa que me explicara qué era lo que había pasado, lo que había visto. Algo, aunque fuera lo más mínimo.

El lugar me desorientaba. Por más que caminaba todo, exactamente todo, era idéntico. Incluso había temido que, en vez de caminar, estuviera flotando, pero la dureza que sentían mis pies descalzos; y el hecho de haber saltado para comprobar si había gravedad, me indicaron que, efectivamente caminaba por una superficie lisa. También me había dado cuenta que no sentía hambre o sed, y que mi cuerpo no necesitaba hacer necesidades físicas como orinar, lo cual aumentaba mis dudas sobre este lugar.

Mis cansados pies pisaron algo líquido, ligeramente cálido. Mirando de que se trataba, vi… nada. A pesar de sentir el líquido, no lo veía. Con miedo de que fuera sangre, apoyé mi mano sobre la superficie húmeda. Al retirarla comprobé que era totalmente transparente.
Ya intrigada, llevé uno de mis dedos a mi boca. Me sorprendí por encontrarlo salado. ¿Agua de aquél río quizás? ¿O algo más?

Un sollozo me alertó. Más adelante se encontraba un niño, de entre siete u ocho años, llorando. Estaba sentado sobre un futón blanco, que desprendía alguna clase de iluminación y parecía flotar sobre el líquido que crecía con cada hipido del infante. Estaba caminando sobre sus lágrimas.

De él podía sentir muchas emociones negativas, que variaban a intervalos irregulares, algunas con mayor intensidad que otras. Mucho dolor, enojo, pérdida, tristeza, desesperación, inseguridad, impotencia, desorientación, odio. Mucho odio. Tanto que se sentía insano.

Mi otra mitad [R18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora