Ana.

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Ana.

Conocí a Ana una tarde nublada en la que el frío del invierno recién llegado,  mostraba lo inclemente que sería. Estaba yo sentado en un banco del parque. Viajando con los cronopios y famas de Cortázar,  cuando un ruido seco me hizo volver a la tierra. Frente a mi una chica alta, embutida en un abrigo negro recojia un libro de entre las piedras del camino. A su lado, me fijé. Había un niña  con una pelota en la mano y la cabeza baja. al parecer pidiendo disculpas. La chica sonrió como para tranquilizar a la niña; está se fue corriendo mirando atrás de vez en cuando. La chica volteo a verme y sonrió como diciendo «niños», después se sentó en el banco y se evadió de la  realidad.

  El resto de la tarde Cortázar sólo me sirvió de camuflaje en mi operación de observación.  Hora y media descubriendo, detallando y clasificando cada gesto de aquella chica de cabello rojo chillón  que le caía desparramado en sus hombros. Me pareció un color extraño, pero a la vez atrayente. El rojo del pelo y el negro de su ropa creaban un contraste que me dejaba hipnotizado. Aquella tarde disfrute de su peculiar forma de sentarse para leer; encorvada, con su pierna derecha cruzada sobre la izquierda, su codo derecho sobre la pierna derecha sosteniendo el libro. Mientras con la mano izquierda dibujaba semicírculos en el aire como si dirigiera una orquesta invisible.

 En adelante, Ana  su libro y yo teníamos  una cita obligada cada martes, jueves y domingo. (Me costó un mes y cinco libros descubrir su horario de lectura), Ana siempre puntual, siempre a las tres en  el parque, en el banco bajo el roble. Ella y yo llegamos a tener algún tipo de relación. daba igual si ella no sabía quién era yo, mi relación con ella iba más allá del simple hecho de conocerla y hasta llegar a enamorarme de ella, para mí era  centro de aquel universo que yo había descubierto, sería injusto de mi parte decir que yo lo había creado, no. Ese microcosmos estaba allí desde sabe Dios tiempo. Solo esperando a que alguien lo descubriera. Era ella y su abrigo negro, era el roble anciano que esparcía sus ramas sobre ella como queriendo protegerla.  Ana y su casi imperceptible movimiento de labios cuando leía,  como si elevara una oración para sí misma. Estaba ella y ese   mechón rebelde que se empecinaba en cubrir sus ojos. impidiendole leer en paz. Eran Ana y el viento, estábamos  Ana y yo, su belleza hipnótica, su forma reservada de caminar; habían muchas cosas en este universo,  pero ella no lo sabía.

   Me vi atrapado en el círculo vicioso de la cobardía, por un lado estaba feliz en este mundo idílico en el que Ana existía y yo la observaba, era mi burbuja de jabón tan bella y reluciente al sol, la cual no me  atrevía a tocar. Sabía que no podía seguir en el anonimato, debía dar el siguiente paso. Hablarle, ser algo más que parte del paisaje de aquel parque, pero eso ya de por sí significaba un riesgo. Pasaría a ser alguien para ella,  tendría nombre, un rostro, una voz; por tanto sería pasible de ser juzgado para bien o para mal. Mi presencia al otro lado de parque podría ser agradable o no. Me sentía estar parado sobre una mina antipersonal. Sabía que no podía estar por siempre en mismo lugar, pero la idea del movimiento tampoco se veía muy auspiciosa.

  Cómo siempre sucede, y así ha sido desde que el primer hombre puso un pie sobre la tierra, la mujer debe salvarlo de su estupidez,  y llevarlo de la la mano por el camino que él ni siquiera sabía que existía. Un martes cualquiera en que seguía yo, girando dentro de mi círculo vicioso, Ana sin previo aviso se acercó, derrumbando  mi mundo con su saludo casual:

—Hola, buenas tardes —dijo ella mientras me saludaba con una sonrisa cortés y despreocupada—. Mi nombre es Ana.

—Mucho gusto Ana —dije tratando de disimular la emoción.

—Seguramente me habrá visto usted leer en aquel banco —ella señaló con el meñique.

—Si, me he fijado en ti algunas veces —debía mantener mi pose distante—. Te gusta leer igual que a mí —dije.

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⏰ Última actualización: Jul 02, 2020 ⏰

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