Nieves

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1-La tragedia

La anciana estaba inmóvil mirando más allá de la ventana, su rostro era tan sereno y apacible que quien mirara desde afuera pensaría que tenía ante sí el más agraciado de los retratos encuadrado en el más rústico marco, una imagen inmortal, pintado con acero en el lienzo del tiempo. Pero qué desperdicio y qué lástima que nadie pasara por esa calle en aquel momento para apreciar la belleza de la señora Rosa Robles.

—Las tardes de enero son preciosas ¿verdad, Nieves? —dijo doña Rosa—, pero qué sabe un animal como tú de la vida. Aunque... dicen por ahí que la vida es perra.

Esas fueron las últimas palabras de doña Rosa Robles, las dirigió a su perra, Nieves, mientras se entretenía mirando el horizonte encendido en llamas crepusculares a través de la ventana; con una mano sostenía su encarnado bastón y la otra la reposaba en el alféizar al lado de un vaso con agua que esperaba a alguien que no tardaría en llegar. La señora no mentía, su afirmación no era el producto de la melancolía propia de ancianos borrachos de soledad, sino de la sincera admiración de un paisaje pintoresco, una obra de arte natural que llevaba la firma indiscutible de su Artífice. Por supuesto, son el tipo de cosas que no se admiran hasta que llegan los días calamitosos y la vida transcurre a ritmo más pausado, como el autobús que poco a poco llega a su destino hasta que se detiene. Algunos llegan pronto, otros demoran un poco, porque si bien el fin es compartido el recorrido es distinto. Esa tarde, doña Rosa intuía que su viaje estaba por terminar, unos cuantos chorros de luz iluminaron por última vez sus cansados ojos casi tapados por sus párpados que colgaban como viejas hamacas, y se desplomó.

Nieves no entendía lo que pasaba. Doña Rosa estaba tirada en el suelo y ella no recordaba que su dueña tuviese el hábito de dormir como los perros. Los humanos tienen lugares privilegiados para descansar, y de cachorra, Nieves aprendió que ese lugar de reposo es sagrado. La única vez que quiso disfrutar de esa blanda colina recibió un par de coyundazos en el lomo (tan fuertes como la artritis se lo permitió a doña Rosa) y no volvió por otro nunca más en su vida.

Por cariño más que por instinto, Nieves rodeó el cuerpo de la anciana que la cuidó hasta ese día, y por instinto más que por cariño, lamió su agrietado rostro al tiempo que su cola abanicaba el aire. Pero Nieves no halló la respuesta de siempre ante lo que era su mayor muestra de afecto, el semblante indiferente de la muerte había tomado posesión del rostro sereno y apacible de Rosa Robles. Fue entonces cuando los lamidos cesaron y el instinto de Nieves la llenó de una angustia ignota, y su instinto la incitó a una sola cosa: aullar, aulló por que no podía llorar. Un niño de un patio cercano escuchó los aullidos de Nieves esa tarde, preguntó a su mamá por qué el animal hacía ese sonido tan triste, su madre, conocida por ser mala vecina, le dijo que no le incumbía. Unas saltapiñuelas que anidaban en las marañas de una trinitaria cercana, descifraron los aullidos de aquella perra, se unieron a ella en su melancolía y secundaron sus aullidos con melodías de camposanto.

Mientras tanto, no muy lejos de la casa de doña Rosa, se escuchaba la voz de un viejo conocido acercándose, primero fue un susurro, luego un potente trueno que gritaba: «¡Atol!».

El Señor del Atol, le decían, porque nadie sabía su nombre. Era fiel a su recorrido diario, cuya excepción era los domingos que tomaba como merecido descanso. Trabajaba de sol a sol y el sudor chorreaba de sus poros como nubes que arrojan agua. Repartía a raymundo y todo el mundo el producto que jalaba dentro en un viejo carretón. Algunos decían que era como La Carreta Nagua, porque se le veía en una esquina y luego aparecía en otra. Siempre corría como alma que persigue el Diablo y nadie entendía cómo demonios hacía para vender si andaba con tanta prisa, no pocos se quedaban con los cinco córdobas en la mano porque al salir a la calle a buscarlo ya se iba muy lejos. Con todo, él tenía lugares privilegiados donde hacía paradas para tomar algo de aire, agua y disfrutar de una buena tertulia, uno de esos lugares era la casa esquinera de doña Rosa.

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