¡A quemarlo todo!

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Ni te imaginas cuanto camino he recorrido a pie, creí en un momento que no había nada más en la Tierra que mi pueblo y el mundo de rosas pasado, porque caminé días sin descanso y no llegaba a ningún lugar. Lo peor es que no hay caminos y pareciese que no hay un solo ser vivo entre tantos bosques, porque sí, caminé entre bosques —¿qué otra cosa podría hacer?—, todo está rodeado de árboles, lo cual me parece extraño porque estoy seguro que vi caballos ir en esta dirección desde que era niño, supongo que han de tener sus propios senderos y han de ser tan celosos con ellos que los mantienen ocultos, o tal vez... vivan en el bosque, ¿lo crees posible? Yo lo veo bastante posible, dado que como bárbaros somos bastante herméticos y desconfiados, por otro lado, vivir en un bosque es complicado. En todo caso, logré llegar a este lugar, no tan bonito como el anterior, pero sí bastante raro, rarísimo.

Por fuera parece una gran casa amurallada, y sí, acabo de aprender esa palabra: "amurallada", viene de murallas y aunque suene obvio, para mí fue algo nuevo. Empero, eso no fue lo más raro, raras son las casas en las que viven estas personas, hechas de madera en su totalidad y con techos triangulares —por decirlo de algún modo—, raras son las personas, que al abrir las puertas y dejarme entrar me revisaron desde el pie hasta el alma, me hicieron preguntas y me hicieron abrir la boca para decir "a". Luego me dieron posada, agua y comida, para finalmente soltarme pasados no sé cuántos días porque en mi cuarto no había luz. Raros los niños, que llevaron a guardar mi bolsa y hasta ahora no los veo; raras también las señoras de cara pintada que me ofrecieron cama a cambio de dinero; pero para raro el señor que quemaba todo al aire libre mientras apuraba a los que a mi parecer eran sirvientes diciendo:

—¡A quemarlo todo! ¡Qué no se llevaran nada estos perros bastardos! A quemar los muebles, la ropa, la cama. Que se derritan los platos, desaparezcan libreros y ardan las joyas. ¡Qué no quede nada! ¡Qué no se llevaran nada estos perros bastardos! ¡Y el dinero, el dinero no lo quemen! ¡Comprad comida de perro! ¡Dejemos que traguen algo esos infelices y estúpidos ladrones! No, no, no, porque luego pueden venderlo, mejor comprad gasolina, ¡y seguid quemándolo todo!

Eso fue lo más extraño a mi parecer, pues jamás había visto a alguien tan rellenito y gritón, además de decir tantas groserías y hablar con tanta furia. Tengo que admitirlo: tuve algo de miedo pues no entendía bien que pasaba. Y cuando pregunté, me llevaron de la forma más rara a un lugar sin fuego, donde me quitaron los zapatos, el pantalón, la camisa desgastada y el collar de plomo —que mi madre decía parecía plata— que me regaló mi padre. Por poco se llevan también este libro, pero les dije que no podía prestárselo y gruñendo de forma aún más rara se fueron corriendo.

El hombre que lo quemaba todo fue rodeado por unos hombres de azul extraño —sinónimo de raro— que le amenazaron con unos bastones que al moverse la gente gritaba huyendo, el hombre dijo muchas groserías antes de soltar la frase más extraña que jamás haya oído:

—¡A quemarse conmigo, ladrones del gobierno! ¡A quemarse conmigo porque no ha de quedar para ustedes ni mi pellejo!

Tras aquello aparté los ojos, porque presencie lo más feo que alguna vez haya visto, tan horrible y maquiavélico. Ya no esperé a que me devolviesen mis cosas y tampoco quise buscar a los niños que fueron a guardar mi bolsa, salí corriendo de esa ciudad entre murallas que espero nunca volver a visitar, fue tan raro todo que hasta extrañé mi hogar, fue tan raro que mi cuerpo no paraba de temblar y la garganta me ardía mientras que mis pies se movían velozmente fuera de ese horrible y extraño lugar.



Por cierto, ¿qué es un ladrón?

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