15. En un edificio en llamas

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A pesar de la certeza de Helena Lewicka sobre la hora de comienzo de la sublevación —las cinco de la tarde, hora para la cual faltaban sólo unos minutos— yo no podía creerlo. A lo largo de los años de ocupación habían circulado por la ciudad constantes rumores políticos que anunciaban acontecimientos que nunca se habían materializado. En los últimos días se había interrumpido la evacuación de Varsovia por los alemanes —que yo mismo había podido observar desde mi ventana—, la despavorida fuga hacia el oeste de camiones y coches privados cargados hasta los topes. Y era evidente que el retumbar de la artillería soviética, tan próximo sólo unas cuantas noches atrás, estaba apartándose de la ciudad y se hacía más débil.

Me acerqué a la ventana: en las calles reinaba la paz. Vi el movimiento normal de transeúntes, tal vez bastante más reducido de lo habitual, pero en esta parte de la Aleja Niepodleglosci nunca había habido mucha circulación. Un tranvía procedente de la universidad técnica llegó a la parada. Estaba casi vacío. Descendieron unas pocas personas: mujeres, un anciano con bastón. Y luego bajaron también tres hombres jóvenes que llevaban unos objetos largos envueltos en papel de periódico. Se detuvieron junto al primer vagón; uno de ellos miró su reloj, lanzó una ojeada alrededor y de repente puso una rodilla en tierra, se echó al hombro el paquete que llevaba y sonó un rápido repiqueteo. El papel del extremo del paquete comenzó a brillar y dejó al descubierto el cañón de una ametralladora. Al mismo tiempo, los otros dos hombres se llevaron con nerviosismo sus armas al hombro.

Los disparos del joven fueron como una señal para el sector: enseguida se oyeron detonaciones por todas partes y, cuando se apagó el ruido de las explosiones en las proximidades, siguió llegando el de innumerables disparos procedentes del centro de la ciudad. Se sucedían rápidamente, sin parar, como si estuviera hirviendo el agua de una gran tetera. La calle se había quedado desierta; parecía recién barrida. Sólo el anciano seguía andando, torpe y apresurado, con ayuda de su bastón y respirando trabajosamente; le resultaba difícil correr. Al fin llegó a la entrada de un edificio y desapareció en su interior.

Fui hasta la puerta y agucé el oído. Había un movimiento confuso en el rellano y en la escalera. Se abrían y cerraban puertas con estrépito, y se oía gente correr en todas direcciones. Una mujer gritó: —Jesús y María!

Otra exclamó, en dirección a la escalera:
—¡Ten cuidado, Jerzy!

La respuesta llegó desde las plantas inferiores: —¡Sí, no te preocupes!

Las mujeres lloraban; una de ellas, incapaz de controlarse, emitía sollozos nerviosos. Una profunda voz de bajo trataba de calmarla sin elevar el tono:

—No llevará mucho tiempo. Al fin y al cabo, es lo que todo el mundo esperaba.

Esta vez Helena Lewicka había acertado en su predicción: la sublevación había comenzado. Me tumbé en el sofá a pensar lo que debía hacer.

Al irse la señora Lewicka, me había dejado encerrado como de costumbre, con llave y candado. Volví a la ventana. Había grupos de alemanes a la puerta de los edificios. Se les unían otros procedentes de Pole Mokotowskie. Iban todos con metralleta, casco y granadas de mano en el cinturón. En nuestro tramo de la calle no se combatía. Los alemanes abrían fuego de vez en cuando, pero sólo contra las ventanas y las personas que se asomaban a ellas. En las ventanas no había respuesta a los disparos. Sólo cuando los alemanes llegaron a la esquina de la calle 6 de Agosto abrieron fuego, tanto en dirección a la universidad técnica como hacia el otro lado, hacia los «filtros», la depuradora de la ciudad. Tal vez podría llegar al centro de la ciudad desde la parte de atrás del edificio, yendo en línea recta hasta la depuradora, pero no tenía arma y, en cualquier caso, estaba encerrado. Si comenzaba a aporrear la puerta, ¿repararían en ello los vecinos, preocupados como estaban por sus propios asuntos? Y entonces tendría que pedirles que bajaran a casa de la amiga de Helena Lewicka, la única persona del edificio que sabía que yo estaba escondido allí. Ella tenía unas llaves para, si ocurría lo peor, abrir la puerta y dejarme salir. Decidí esperar hasta la mañana siguiente y pensar entonces qué hacer, dependiendo de lo que sucediera mientras tanto.

El Pianista del Gueto de Varsovia. ||Wladyslaw Szpilman.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora