Me ha llevado diez años dar con ella.
Me he paseado por todas y cada una de las ciudades en las que tenía una mínima esperanza de encontrarla. Y a mi cabeza no se le ha ocurrido que podría estar en la misma Roma, hasta ahora.
Hablar de esperanza es más bien mentir. En ningún momento se me ha pasado por la mente que la llegase a volver a ver. Sencillamente seguía adelante. Por inercia. Tenía dudas. “No la reconocerás. Qué harás cuando la encuentres”. La peor. “Podría no seguir con vida”.
No ha sido hasta que la he visto, paseándose ausente por la Piazza Navona, que me he permitido respirar con tranquilidad. Por poco. Un patricio la llevaba del brazo, como si formara parte de sus posesiones.
No tan solo he tenido que contenerme. He necesitado detenerme, cerrar los ojos, meditar. No hemos cruzado miradas. No me ha reconocido. Pero he decidido salvarle la vida, del mismo modo que ella salvó la mía.
Tras tres horas esperando escondido, en el atrio de su domus, el patricio ha aparecido. He dibujado en su espalda, entre sus omóplatos, las mismas heridas que protagonizan el espectáculo que representa observar mi espalda.
No he sido cruel. Con un corte limpio le he quitado la vida. Mi único error ha sido no ser lo suficientemente rápido.
Ella ha aparecido en el mismo momento en que abandonaba su domus. Nos hemos topado de bruces. Mi cara no consta en su memoria, por lo que no me ha reconocido. Me he quedado unos instantes más, ahora que el daño ya estaba hecho, a contemplar su reacción.
Lo ha comprendido todo al ver la espalda del patricio. Parecía conmocionada. Pero al levantar la vista, un instante antes de que me largara para siempre, os prometo que la he visto sonreír.