Lo último en lo que pensó es la forma en cómo había llegado a la situación. Estaban dos personas en la cocina de su casa, sólo él y otro sujeto; las luces apagadas en toda la casa, por suerte vivía solo desde los últimos cuatro años de sus tres siglos y pico de su vida.
La pobre lámpara que colgaba del techo, esa que compró en una venta de garage y la cual le había parecido cara, pensó que llegaría a ser su último recuerdo, ahí mismo, la muy descarada balanceándose como si nada estuviera sucediendo.
El ambiente estaba pesado, tan duro que sí le fuera posible, tomaría un cuchillo de la cocina, que antes era de su madre y él mismo lo cortaría.
¿Por qué ahora y no en otro momento les ponía demasiada atención a los pequeños detalles?
Tal vez era una consecuencia a causa de la presión en la que estaba siendo sometido. Desconocía el porqué, pero yacía inmóvil, con el cuerpo tenso y frío. Recibió un empujón por parte del hombro, sentado se removió en su sitio con la mirada perdida, aun cuando elevó la mirada y la figura de ese hombre se le calcó en su débil alma.
Él le sonrió, pero no era una sonrisa cualquiera. Se podía leer en ella las intenciones propias de un demonio, de alguien que no es un ser humano en su entereza y que está falto de todo aquello como la bondad y justicia.
—¿Ya tomaste una decisión? —dijo el hombre con aquella voz rasposa. Sus ojos le brillaron bajo la tenue luz de lámpara y el mismo diablo pudo haberse aparecido detrás de él.
Se encogió de hombros, no sabía todavía su respuesta porque no era fácil. Tragó saliva, preguntándose en dónde estaban esas personas que llamaban a la puerta ofreciendo algún producto supuestamente milagroso.
En ese momento necesitaba de alguien.
Quién sea, sólo alguien que tuviera el poder de la voz para aferrarse a él y encontrar una salida.
Pero nadie llamó a su puerta.
Tampoco a su celular o teléfono de casa.
A la respuesta de su inquietud sólo hubo una horrenda paz, un silencio que también, de cierta forma, estaba por sobre sus hombros presionándolo. Volvió a elevar la mirada para encontrarse ahora con el rostro poco amigable del hombre. Las arrugas en su rostro se hicieron tan notorias con las muecas de furia que formó, el tiempo se le estaba acabado.
—Te lo repito otra vez —inquirió el sujeto, tomándolo por la nuca con tal fuerza que podía arrancarle algunos cabellos—. O lo haces tú, o lo hago yo. La cosa es muy fácil.
Esas palabras le helaron el corazón, además de que le demostraron que, si quería llorar, ese era el momento correcto, además de aferrarse a su Dios y cielo.
El hombre, hijo del Diablo, se echó un suspiro ante su silencio. En un momento pareció retorcerse. Colocó su escopeta manual sobre la mesa, con delicadeza y hasta burla. Lo soltó, sabiendo que sería muy sabio en su decisión.
El joven sintió que el aire se le escapaba. Había deseado nunca ver una de esas en su vida, y ahora, estaba frente a ella con la madera desgastada y seguramente bien cargada para robarle lo único que le quedaba.
Supo que no tenía otro resultado, que al haber dos opciones le quedaba la última si no quería ver el arma dispararse en manos de un extraño frente a él o su corazón. Nuevamente tragó saliva, si es que aún tenía, y mentalmente no dejó de disculparse con su madre, la única y última mujer y persona que se quedó a su lado en toda su vida. La mujer ahora a duras penas podía caminar y sabía que seguramente la noticia, si le llegase a tiempo, la terminaría por matar; pero no tenía de otra.
Llegado su momento se verían en otro mundo, aunque sea por un segundo.
Frunció su entrecejo, sintiendo sus alas desmoronarse como un cubo de azúcar entre el café, y tomó el último ápice de valor que tenía. El último que todo mundo le dio como premio de consolación por todos sus sueños rotos e ignorados, por esa soledad a la que se le había abandonado por no poder ser igual y de su diestra hizo aparecer una Ruger LCP tan pequeña como aseguraban las voces de los hombres conocedores sobre la armería.
Estaba bien cargada. Tan brillosa en toda su extensión que su color negro logró adormecerlo por un momento. Recordarle las fotografías que hace tan solo media hora estaba viendo, intentando rememorar sus sentimientos de antaño.
Los ojos seguían llorosos, su pulso había aumentado y su corazón, ni siquiera sabía si lo tenía.
Presionó el gatillo. El estruendo producido retumbó por todas las habitaciones y un charco de sangre apareció tras una pequeña constelación de puntos rojos que saltaron divertidos por la pared.
Las plumas de aquel par de alas, se esparcieron, revolaron por el sitio hasta caer inertes al suelo con el peso de la muerte y abandono.
Su cuerpo cayó de lado, su cabeza había recibido el impacto y parte de ella se había deshecho como cuando un bebé arranca una orilla de un pastel. El flujo del río carmín floreció como las Dalias en su estación predilecta bajo los cuidados necesarios.
Sus ojos se apagaron, su vida y objetivos se borraron de un segundo para otro. Jamás pudo vencer sus miedos, y, al contrario, estos lograron ganar la batalla tomando la forma del hombre que más le aterraba por las noches, y con el empujón de la ignorancia se le sometió a la última presión de su vida.
En la habitación descansó un solo cuerpo, el cual en esa noche se tuvo que obligar a sí mismo a decidir entre dos opciones para llegar al mismo resultado.
ESTÁS LEYENDO
Alas de azúcar ©
Short StorySufrió el último de los asaltos. No conocemos los sentimientos, no sabemos amar y mucho menos ayudar. Su último grito pidiendo ayuda fue la noche en donde sus cabellos desordenados se reflejaron en la oscuridad sin nombre alguno. Se perdió en su ca...