Capítulo 1: El objetivo de una cámara

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Natalia va y viene entre las pestañas que tiene abiertas en su ordenador. En ocasiones las cierra sin querer por el poco espacio de maniobra que le deja a su ratón. Bosteza con frecuencia y le brillan los ojos, húmedos y enlagrimados por la cantidad de horas que lleva frente aquella pantalla. Para Natalia su vida ha pasado a ser lo que ocurre entre una taza de café y el vigésimo cuarto anuncio de trabajo en el que es rechazada, y eso que para Natalia el mundo es aquello que es capaz de contar desde la perspectiva de una cámara de vídeo.

No comprende por qué el mundo de las artes no recibe el valor que para ella tiene, por qué le cuesta tantísimo trabajo encontrar un empleo para el que se había estado preparando los cuatro años anteriores con mucho sudor y esfuerzo. Y, por encima de todo, las ganas. Se levanta frustrada, dispuesta a quemar el culo de su cenicero tras el intento de aplacar, inútilmente, una impotencia que le pesa en los hombros desde el momento en el que recibió su título, colgado en la pared de su habitación, y que no había servido nada más que para ser ornamento del refugio de su vida.

Natalia es, sin algún tipo de duda, un alma amante que se expresa con lo que es capaz de mostrar detrás del objetivo, que se comunica con la captación de los colores y juega con la luz hasta poder ver aquello que realmente quiere contar. Y una mente tan libre y liviana, que encuentra vida en una tonalidad azul cualquiera y muere al llegar la oscuridad, no está hecha para ser enjaulada en el hueco milimétrico que separan las teclas de su ordenador.

Para cuando deja de iluminarse de la claridad de su portátil y se fija en el mundo que hay más allá: en la luz de la luna llena entrando vagamente por los agujeros de su persiana bajada, en las colillas rebosantes del cenicero que vació la noche anterior, en la sábana hecha jirones que descansa sobre su colchón. Cuando es capaz de ver todo lo que su ordenador no absorbe con su fría luz es consciente de donde se encuentra y de que ha vuelto a gastar un día de vida sin sentirse, precisamente, viva.

Acodada sobre el blanco de su escritorio percibe el punto blanco sobre la pantalla de su móvil indicarle que ha recibido una notificación y decide que ha llegado el momento de parar, de cerrar el pozo negro en el que intenta buscar una oportunidad para ella y comprobar qué ha pasado fuera de su burbuja las últimas horas.

Mario es un antiguo compañero de clase con el que nunca ha terminado de encajar, ni se ha esforzado mucho por lograr una conexión fuerte entre ellos como la que venden las películas para las que le gustaría trabajar. Aquellas en las que el héroe, el príncipe que esconde los entresijos de un amor puro y fiel, un sentimiento irrompible, que perdura con el paso del tiempo y es capaz de vencer hasta a la propia muerte. Con Mario no le pasó esto, le pasó todo lo contrario. No sentía fuegos artificiales cada vez que se encontraban, tampoco le crecían mariposas que llenarle el vientre cada vez que recibía un mensaje, ni soñaba con ir de su mano a cualquier parte. No. Con Mario sobraba la química, encajaban sus cuerpos sudorosos en cualquier parte en la que se hubiesen encendido sus pasiones y después la nada, el vacío, la apatía más pura.

Quizás el fallo en todo aquello era la gran diferencia que marcaba sus vidas: Mario no pensaba nunca en su desdicha, no reflexionaba sobre el rumbo que tomaba su camino, si avanzaba, si caminaba o corría, o simplemente se sentaba a contemplar su alrededor. Marío directamente no pensaba. Y aquello era capaz de volver completamente loca a Natalia, desgraciadamente en el peor sentido de todos. 

La morena no se sorprende en absoluto cuando ve que no es la única notificación, la de Mario, la que aparece en su teléfono. Sus amigas quieren disfrutar de lo poco que le queda al verano antes de tener que sentar cabeza y dar pie a las preocupaciones cotidianas e insisten, como cada fresca noche, en que se abandone con ellas a no hacer absolutamente nada más que no implique hacerlo todo.

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