Cuando era niña, mi madre me llevó de viaje a las estrellas, en un tren colorido y silencioso. Nos metimos en el túnel de una montaña, donde era difícil llenar los pulmones, así que metí mi nariz dentro del jersey. Afuera había rostros de gente mirándome con amabilidad.
Nos quedamos dentro del túnel por lo que yo sentí mucho tiempo. Sentada enfrente una mujer de dudosa edad, bonita y pulcra, intercambiaba la mirada entre sus uñas y la ventana.
–¿Usted también ve a esas personas?
No contestó. Segundos después, me di cuenta de que mi madre había desaparecido. Mi madre, ella es diferente a nosotros. Llegué a esa conclusión tiempo antes del viaje; pensaba que era un ángel. Ahora veo agua turbia cada vez que la miro a los ojos. En un determinado momento, sentí las manos de las personas de afuera posándose en el vidrio. Me asusté.
–No es bonito –susurró la mujer de enfrente. Cuando la miré, añadió–: el paisaje.
Tenía razón. Pude distinguir el rostro del ángel entre cientos. Era el único que no sonreía.
–Tiene razón –contesté, clavando la mirada en mi madre–. Es horrible.