Cualquiera diría que soy igual a ella: alta, delgada, con el cabello castaño, supongo que también tiene rizos debajo de ese laceado artificial. Aunque no lo puedo asegurar. Quién se atrevería a pensar algo sin su aprobación. Si Elizabeth Rial dice que nació con el cabello lacio y reflejos color caramelo, pobre del que diga lo contrario. Y si te dice que te quiere a las cinco de la tarde, en domingo, para una merienda en el patio; no hay forma de decirle que eso no va a pasar.
—Mamá ¿por qué estoy aquí?
—¿Acaso no puedo invitar a mi hija a tomar el té?
—Supongo que sí —contesté pero ella y yo sabemos que no somos esa clase de familia.
Mis dos hermanos mayores trabajan en la empresa familiar, una chocolatería que había pasado de generación en generación volviéndose un imperio, y ni así los veo seguido. Creo que nuestras reuniones familiares son en cumpleaños, navidad y en las juntas de accionistas. De igual forma decidí relajarme, la cálida brisa de finales de agosto, estaba deliciosa. No es sano estar siempre a la defensiva, además no tardaría mucho más en decirme que es lo que quiere. Mi madre siempre se ha caracterizado por ir al grano, no le gusta perder el tiempo.
La vi revolver con insistencia su té sin azúcar dándole vueltas a algo en su mente. Miré la piscina donde pasaba horas de niña. Los almuerzos al aire libre, los amigos de mis hermanos y vecinos ¿a dónde quedo todo eso? ¿qué nos había pasado?
—Que buen clima hace hoy —dije, cortando ese silencio incomodo. Tal vez soy yo la mal pensada y de verdad solo quería verme para hablar, pasar un rato a solas conmigo como madre e hija—. ¿Papá fue a jugar golf con sus amigos? —pregunté y le puse más azúcar a mi taza.
Soy adicta a lo dulce, mes estoy aguantando el impulso de acabar con las masitas que compró Elisabeth. Cosa que me hace sospechar, aún más, que me va a pedir algo, y algo bastante grande a de ser si me compra dulces. Ella se preocupa mucho por el peso, también el de sus hijos, las golosinas estaban casi prohibidas. No ha si para mi padre que lleva con orgullo sus ciento cincuenta quilos cuando pasea con ella.
—Sí, fue al golf con sus compañeros de la universidad —contestó. Parecía estar luchando con algo. Necesitaba hacer algo para que dejara salir lo que la estuviera inquietando.
Pero por qué me voy a contener, pensé. Miré la bandeja de masitas y como distraída empecé a llevármelas, una a una, a la boca. Saboreando lentamente el chocolate, la crema, la masa mantecosa y el dulce de leche.
—Pero si tengo que pedirte un pequeño favor —dijo al fin soltando de golpe la cucharita de plata y manchando el mantel al mismo tiempo.
—Dime, madre —. Me acomodé en la silla y limpié mis manos que habían quedado pegajosas. En la bandeja quedaba una masita de chocolate como pidiéndome que acabara con su soledad. Pero no lo hice para mostrarle la atención que parecía reclamarme lo que me iba a decir.
—¿Recuerdas a tu tía, Sara?
Me di un minuto para tratar de encontrar a esa mujer en mi memoria pero solo recordaba a al hermano de papá, y este era gay, así que no había ninguna tía Sara por ahí.
—Mi hermana, Sara —aclaró—. Sé que no hablo mucho de mi familia pero alguna vez la habré mencionado ¿no?
En realidad no lo creía posible, nunca hablaba de su vida antes de trabajar en la empresa de papá, como recepcionista. Ahí se conocieron, en su primera semana de trabajo y tres meses después se estaban casando.
—Bueno, no importa —dijo virando los ojos como cuando algo le desagrada—. Sara, es mi hermana. Es, algo mayor y está enferma. Hace unos días se comunicaron conmigo del convento.
—¿Convento?
—Sí, eso fue lo que dije. Ella es monja. Al parecer está bastante enferma, no me quisieron aclarar que es lo que tenía, solo que querían que alguien de la familia fuera a verla.
—Y tú no quieres ir.
—No sé qué tratas de decir con ese tono.
—Yo, nada. Pero no quieres ir, por eso estás dando tantas vueltas. Quieres que yo vaya.
—Sí.
—No.
—¿Cómo que no?
—¿Por qué debería de hacerlo? Es tu hermana, alguien de la que nunca nos has hablado. Apenas mencionas a tus padres, y ahora me entero que tienes una hermana a la que no quieres ver —. Sabía que este no iba a ser un buen día.
—Porque eres mi hija.
—Tienes otros hijos, ¿no es así?
—Sí, los tengo pero si confío en alguien es en ti.
Nunca me había dicho algo así. Cerró los ojos, inhaló profundo como amilanando la carga y prosiguió:
—Cuando me fui de la casa de mis padres, no fue de la mejor manera. Sara tuvo que elegir un bando; y fue el de ellos. No la culpo, ella no sabía toda la historia. En ese tiempo ya llevaba años en el convento y desde lejos las cosas no se ven tal cual son —. Hizo una pausa—. Yo era joven, y le dije que no quería volver a saber nada de ella.
»Al principio creyó que era un enojo pasajero. Sabía que estaba en la casa de unos amigos de la familia en la ciudad. Ellos les avisaron a mis padres cuando llegué, aunque les supliqué que no lo hicieran. No los culpo, yo apenas tenía quince años. En esas dos semanas que estuve con ellos, todos los días el cartero dejo una carta de Sara. Nunca las leí.
—¿Tus padres no se aparecieron por ahí? Sabían dónde estabas.
—No, no lo hicieron. Sabían que ya era tarde... Eso ya no importa. Luego me fui del pueblo con un muchacho que era camionero y nunca más supe de ellos. Lo único que me ha dolido en todos estos años es haberme apartado de Sara.
Nunca la había visto así. Tal vez mi madre, quien siempre se mostraba estoica y feliz con la vida que llevaba, de la que nunca te esperarías algo turbio tenía uno o dos secretos para escandalizar a sus amigas.
—Por eso, necesito que seas tú quien averigüe lo que está pasando con ella. Tal vez ni sea consciente de que me llamaron. No quiero presentarme ahí y que esta vez sea ella quien me eche de su vida.
Si el calor no fuera tanto como para marearme y la información recibida en ese momento no fueran tanta, creería ver lágrimas en sus ojos. Tal vez fuera mi edad o todo lo anterior pero acepte lo que me pedía. Era una tarde calurosa de agosto en la mansión, la piscina se veía hermosa y mi madre resollaba a mi lado.
—Aquí tienes —dijo entregando un pasaje de avión para Meryland—. En Baltimore se encuentra el convento. No te preocupes por nada, ya arreglé tu hospedaje. Sales mañana.
—¿Mañana? Tengo que trabajar.
—Tampoco te preocupes por eso, yo te remplazaré en la empresa. Quiero que evalúes la situación y me mantengas informada de todo. ¿Está claro?
De pedirme un favor a darme órdenes en cuanto acepto, es ella otra vez.
—Sí, más que claro, señora —. Me despedí de ella como de un general y sin dejar que dijera nada más, tomé la última masita y partí.
Pensándolo un poco no me vendría mal un descanso, hace años que no me tomo vacaciones. Si así puede llamarse lo que voy a hacer en Baltimore.
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Lo prohibido
RomanceAndrea maneja su empresa como su vida, apasionadamente. Le gusta probar cosas nuevas y arriesgarse como en los negocio. En una visita a su tía, una monja de la nunca había escuchado hablar, se cruzará con Emilio, un joven cura. ¿Qué pasará cuando su...