Nueva ciudad, nuevo casino… y el mismo plan de siempre. El Casino Dusty Squanto de Arizona le facilitó las cosas a Tom Raines, pues ni siquiera tuvo que pagar para ingresar en el salón de Realidad Virtual. Entró con sigilo, se acomodó en un sofá en un rincón del fondo y recorrió con la mirada la multitud de jugadores, observándolos uno por uno. Sus ojos se detuvieron en los dos hombres que estaban en el otro rincón y quedaron fijos en ellos.
Ellos, pensó Tom.
Los hombres estaban de pie; tenían puestos los visores de RV y los puños, enfundados en guantes con sensores, apretados en el aire. La simulación de una carrera resplandecía en una pantalla elevada para quienes quisieran apostar por el resultado. Pero nadie apostaría en esa carrera. Uno de los hombres era buen piloto: recorría la pista virtual con la destreza de un jugador experimentado. El otro era lastimosamente malo; el guardabarros de su auto se arrastraba por el muro de contención de la pista, y los espectadores virtuales gritaban y se apartaban para esquivarlo.
El piloto vencedor lanzó una risotada de triunfo cuando su vehículo cruzó la meta. Se volvió hacia el otro hombre, con el pecho hinchado por la victoria, y exigió que le pagara.
Tom sonrió desde su lugar solitario en el sofá.
Disfruta mientras puedas, amigo.
Buscó el momento justo: esperó hasta que el ganador empezara a contar sus billetes, y entonces se puso de pie y se acercó con disimulo a su campo visual. Haciendo mucho ruido, Tom sacó uno de los equipos de RV de su caja; luego fingió ponerse los guantes al revés y por fin se los ajustó de manera que la tela y la red de cables encerraron sus manos hasta los codos. Por el rabillo del ojo vio que el piloto ganador lo observaba.
—¿Te gustan los juegos, muchacho? —preguntó el hombre—. ¿Quieres probar suerte?
Tom lo miró con ese aire de asombro e inocencia que sabía que lo hacía parecer mucho menor de lo que era. Aunque tenía catorce años, era bajo y muy delgado, y tenía tanto acné que, por lo general, la gente no lograba adivinar su edad.
—Solo estoy mirando. Mi papá no me deja jugar por dinero.
El hombre se pasó la lengua por los labios.
—Ah, no te preocupes. Tu papá no tiene por qué enterarse. Pon unos billetitos y tendremos una carrera de las mejores. Podrías ganar. ¿Cuánto dinero tienes?
—Apenas cincuenta dólares.
Tom sabía que no debía decir más que eso. Si decía que tenía más, el otro apostador querría ver el dinero antes de aceptar la apuesta. En realidad, tenía apenas un par de dólares en el bolsillo.—¿Cincuenta dólares? —repitió el hombre—. Es suficiente. Es solo una carrera de autos. Sabes correr en auto, ¿no? —hizo como que giraba un volante invisible—. Es facilísimo. Y piensa en esto: si me ganas, vas a duplicar esos cincuenta.
—¿De veras?
—De veras, muchacho. Probemos —lanzó una risita condescendiente—. Te aseguro que si ganas te pagaré.
—Pero si pierdo… —Tom dejó la frase inconclusa—. Es todo el dinero que tengo. Yo… no puedo.
Empezó a alejarse, esperando las palabras mágicas.
—De acuerdo, muchacho —lo llamó el hombre—. Doble o nada.
¡Ja!, pensó Tom.
—Si gano yo —dijo el hombre—, me das tus cincuenta. Si ganas tú, te doy cien. Es una oferta insuperable. Arriésgate.
Tom se volvió lentamente, tratando de contener la risa que subía por su garganta. El tipo ya estaría saboreando sus cincuenta dólares fáciles: había caído muy rápido. En la mayoría de los casinos había uno o dos jugadores que prácticamente vivían en los salones de RV y se sentían dioses, capaces de vencer a cualquier incauto que tuviera la mala suerte de adentrarse en su territorio. A Tom le encantaba el modo en que lo miraban: como si fuera un niñito escuálido y estúpido al que podrían timar fácilmente. Pero más le gustaba ver cómo desaparecían esas sonrisas cuando los hacía puré.
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Insignia (Saga Insignia #1)
Science FictionEstamos combatiendo la Tercera Guerra Mundial. El enemigo nos está derrotando. Pero tenemos un as bajo la manga. Un chico como tú Creadora: S. J. Kincaid