CAPÍTULO 3

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En medio del zumbido del avión, Tom se imaginó como combatiente, defendiendo a Estados Unidos de algún devastador complot ruso-americano. Y quizá la profesora Falmouth lo vería por televisión y se quedaría boquiabierta al descubrir que su alumno menos predilecto acababa de salvar a su país. Y luego se enterarían todos en Rosewood.

De pronto tuvo deseos de decirle adónde iba. Tuvo la extraña necesidad de escuchar lo que ella diría. Pero cuando pidió visitar Rosewood por última vez, Marsh sacudió la cabeza.

—En lo que respecta a la profesora Falmouth, a usted lo han trasladado a un hogar sustituto. Revelamos lo menos posible acerca de nuestros reclutas, Tom. El único rostro que divulgamos públicamente es el de Elliot Ramírez. A los demás, la gente solo los conoce por sus nicknames.

El vuelo desde Arizona se le hizo interminable. Cuando sobrevolaron Arlington, Virginia, Tom divisó por fin el edificio que había estado buscando con la mirada desde que despegaron: la Aguja Pentagonal, el cuartel general militar de las Fuerzas Intrasolares. La inmensa torre se elevaba desde una base pentagonal y ascendía con una torsión hasta convertirse en un punto de cromo brillante.

Marsh dio unos golpecitos en la ventanilla con su grueso nudillo.

—Cuando yo era niño, Tom, ese edificio era un enorme pentágono plano. ¿Ve dónde está la Aguja? Justo donde nace, había un patio con dos anillos internos del Viejo Pentágono. A ese patio lo llamábamos «la zona cero». Se le dio ese nombre en la época de la Guerra Fría, cuando todo el mundo pensaba que ese sería el primer lugar que bombardearían los soviéticos. A muchos les molestó que los de arriba decidieran construir la Aguja sobre ese lugar histórico, pero la competencia con los chinos en el espacio estaba aumentando y necesitábamos ventaja. La Aguja en sí no es solo un edificio: es el transmisor más potente del hemisferio occidental.

—¿Qué hacen en el edificio viejo? —preguntó Tom mientras, afuera, los alerones se inclinaban hacia arriba y reducían la velocidad, convirtiendo el avión híbrido en helicóptero.

—Tenemos a algunos militares tradicionales emplazados en los tres anillos que quedan. Aunque hoy en día más bien se podría decir que son el Cuerpo de Ingenieros. No me malentienda: tenemos compañías de combate en caso de que haya disturbios civiles o surja alguna nueva nación hostil, pero nunca ven acción de verdad. Es una lástima, porque yo mismo fui soldado de combate, pero hacíamos más que pelear: ayudábamos a la Interpol a buscar delincuentes, derrocábamos regímenes corruptos y hasta distribuíamos ayuda humanitaria.

—¿Es usted veterano? —Tom nunca había conocido a uno de verdad. Su estómago dio un gran vuelco mientras descendían hacia el techo del Viejo Pentágono—. ¿Le disparaba a la gente?

—No soy de esos veteranos. Era piloto. Trasladaba soldados que sí disparaban a la gente en el Medio Oriente, cuando había guerra en esa región… cuando existía esa región. Aunque no lo crea, Tom, cuando yo era joven la violencia no era un asunto pequeño y aislado. Siempre había guerras en curso en alguna parte del mundo, con armas, bombas, insurgencias y todo lo que ha leído.

El avión aterrizó en el helipuerto. Tom y el general Marsh se desabrocharon los cinturones de seguridad y descendieron en la terraza del viejo edificio, donde una fila de militares esperaba en posición de firmes. Marsh intercambió saludos con el oficial al mando, se quedó tieso como una estatua para la verificación de retina y luego le hizo una seña a Tom para que lo acompañara al ascensor. Bajaron al Pentágono y salieron a un corredor de la planta baja que conectaba el edificio viejo con la Aguja Pentagonal.

En el corredor los esperaba una mujer de piel oscura y grandes ojos claros que iba muy bien vestida. Se adelantó cuando estuvieron cerca.

—¿Thomas Raines, supongo?

Insignia (Saga Insignia #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora