C I N C O

327 63 8
                                    

¿Por qué viniste a verme?

Observar tu silueta. Oír aquellos pasos lentos con los que te acercaste, de vuelta a acecharme. Pareció que el verano llegaba a interrumpir el frío despiadado de Siberia. Tanto traté de escapar de sus rayos, tanto me negué a su calor, que aquí, en este lugar donde debería estar seguro, me encontrabas. Yo era como el hielo en una mañana de invierno en el que el sol salía: indefenso ante su esplendor.

Estabas enojado y con razón. Me fui sin decirte nada. Esperé molestia por tu parte, incluso resentimiento, pero nunca esa ira con la que me buscaste. Te metiste en mi cabaña sin permiso y me gritaste todos los insultos que te pudieron caber en la boca. Me reclamaste el haberte dejado solo. El no haberte dicho adiós. Incluso apelaste a mi culpa y me contaste cómo fue ir a mi templo y ser dicho que el santo de Acuario se había ido a una misión sin fecha de retorno. Pensé conocerte en todas tus facetas. Habíamos pasado tantas cosas. Fuiste mi mejor amigo. Sin embargo, aún veo las sombras del fuego de la chimenea jugando en tu rostro, mostrando a una persona completamente diferente a la que siempre vi. Tu mirada exaltada buscaba mis ojos melancólicos, para volverlos a leer. Tu cuerpo drenado y sin aliento, estaba frente al mío, que se sentía igual de cansado. Violentamente, la misma brisa que te borró de mis memorias me azotó de nuevo. Todas esas heridas se me abrieron con tus gritos. La manera en la que me observabas me hacía más daño que tus palabras. Estabas aquí, Milo. Otra vez conmigo.

Pero ¿por qué no te pedí disculpas? Hasta ahora me desespero al no haber respondido. Nos quedamos, inmóviles, estáticos el uno frente al otro. Lo que habías dicho pesaba sobre ambos. ¿Habías perdido? ¿Habías dejado de tener el control? Milo, soy un loco. Porque a pesar de todo, sentí tanta satisfacción en verte tan desesperado. Tan dolido por mí. El saber que tenía la capacidad de hacerte daño. El recordar que no era un tonto a la merced de un hombre tan indiferente, que tenía ese efecto sobre ti. Saber que no me habías olvidado. Era capaz de hacerte dejar Atenas e ir a Siberia a buscarme. Era capaz de hacerte hablar sobre lo que sentías, de desesperarte. De romper tu máscara de eterna felicidad y desenfado. Me deleité en ese poder recién ganado. Disfruté cuánto dolor podía causarte. Estoy loco, Milo. Absolutamente loco. Y ya no sé a quién culpar.

—Pensé que éramos amigos, Camus. Realmente pensé que, a dónde tú fueras, yo estaría ahí. No tienes ni idea cómo fue llegar a tu templo y encontrarlo vacío. Lo tonto que me sentí al no encontrar a mi "mejor amigo". —Aún recuerdo la pausa que tomaste. La mirada dolorosa en tus ojos. En cada palabra que escupías, me quitabas territorio. Estabas rojo. Ni siquiera en tus enfrentamientos contra Mu o Shura te ponías así. Parecía que sólo hacía falta acerca mi mano a tu cuello para sentir palpitar las venas—. Me sentí usado. Como si lo nuestro no significara algo para ti. No te dolió largarte sin decirme ninguna palabra. Al menos pudiste haberme avisado.  "Oye, idiota. Oye, imbécil. Me voy a largar a Siberia por Dios sabe cuánto tiempo. No me esperes que me olvidaré de ti desde el momento que ponga un pie fuera del Santuario."

»No tienes vergüenza, Camus. Yo pensé que. Yo pensé que te importaba. Que era una pieza indispensable en tu vida como tú lo eras en la mía. Todas esas charlas hasta la madrugada. Las cosas que nos decíamos cuando nadie más veía. La noche antes de que te fueras. Siete años han pasado y no puedo dormir sin pensar en lo último que dijiste. ¿Acaso puedo creer que fue cierto? ¿Cómo saber que no me mentiste todo ese tiempo? ¿Que me usaste? —Tu dedo chocó contra mi pecho. El corazón me volvió a latir y las uñas se me enterraron en el brazo. Se te había caído la máscara, Milo. Habíamos vuelto a ser iguales. Ya no era el único cuyos sentimientos estaban expuestos. Tú también lo estabas. Y finalmente, podía contemplar tu alma—. ¿Te reías a mis espaldas, disfrutando de mi dolor? ¿O sólo fui una distracción? ¿Un pasatiempo? Dímelo, Camus. No seas un cobarde. Así como tuviste la valentía de largarte una noche sin decirme ni una palabra. Así como pudiste tirar nuestra amistad a la basura. Como si los sueños, los secretos, los traumas, las cosas que vivimos juntos no significaran nada. ¿Eso es todo lo que fui para ti? ¿Un idiota que no se merece que le digan adiós? Dime, Camus de Acuario y no te atrevas a mentirme. ¿Acaso no sientes nada por mí?

¿Qué clase de disculpa le das a alguien por las acciones que hiciste movido por el miedo? ¿Cómo se empieza a pedir perdón?

Y me miraste, Milo. Y es como si hubieras corrido una gran carrera para alcanzarme. Tu pecho se movía rápidamente. Te encargaste de hacer un desastre de tu cabello al tanto jalártelo por la frustración. Yo no podía respirar. Tuve la garganta seca sin importar cuántas veces haya pasado saliva. Tu cuerpo se tocaba con el mío. Tenía miedo. Miedo de lo que podía hacer queriéndote tanto. Miedo al hombre en el que me había convertido, pero a la vez, experimenté un gran regocijo. En mi mente, tú y yo estábamos en una batalla constante. En una guerra de quién es el que siente menos por el otro. Al verme rebasado, era hora de la retirada. Al no sentir indiferencia, debía de fingirla. Tú ibas a ser el ganador de este juego. Sólo era un amigo para ti. Mientras yo contaba segundos para verte, tú ocupabas tus pensamientos en salvar al mundo. Mientras yo soñaba con un beso, tan sólo un beso para que hicieras lo que sea conmigo, tú eras feliz bajo el sol de Grecia. Sin que el amor te perturbe.

Dios, estabas matándome, pero no quería que pararas. Por favor, no. Me sentía vivo. Realmente vivo. Me vi a través de tus ojos y encontré a un hombre desencajado. Un hombre que se rompería ante el sonido de una palabra o una simple caricia. Mi estrategia no había servido. No podía manejar mis emociones contigo. Sólo era una víctima. ¿Lo entiendes? No sólo tú sufrías. Yo también. Yo siempre lo hice. Tenerte tan cerca. Saber que tan sólo bastaba extender mi mano para poder tocarte, que tomaba tres pasos para poner mis labios en los tuyos. Y aún así, no hacerlo. Fue una tortura. Sigue siendo una tortura. En ese tiempo moría por desconocer el sabor de tus labios. Por no tener idea cómo se sentía tenerte entre mis brazos, pero ahora sé lo que es y aún sigo muriendo.

Milo, cuándo pudiste observar tu reflejo en mis ojos ¿qué viste?

Pero ya no importa. Ya no. Fuera lo que fuera, supongo que es muy tarde para preguntarte esta clase de cosas.

Me besaste.

Me quedé helado en tus brazos. Tu mano en mi cintura me apretaba a tu cuerpo. Me sostenías de la nuca para que no me fuera. No me dejaste hablar. Supongo que sabías que no diría nada. Claro que lo sabías. Me conocías tan bien. Como si me hubieras creado y en cierta parte, lo hiciste. No sería ni la mitad del hombre que soy sin ti a mi lado. Parecías desesperado en ese beso. Movías tus labios y estos eran torpes. Nuestros dientes chocaban constantemente. Te sentía temblar contra mí. La saliva se nos caía en un hilo por las bocas. Estabas desesperado. Podía sentir tu miedo y era exactamente igual al mío. Teníamos que separarnos para respirar, pero me rehusaba. No ahora que he dejado de sentir el vacío. No ahora que estaba completo.

Respiraste sobre mi rostro. Inhalamos el mismo aire. Uniste nuestras frentes. Metiste entre tus dedos mis cabellos. Tus ojos, al abrirlos, tenían la pupila dilatada y sentí la alegría y el miedo recorrerme. Entonces, vieras lo que vieras, sí te gustaba lo que tenías al frente.

—No puedes mentirme, Camus. No a mí. Podrás hacerlo con el resto del mundo, pero conmigo no. Somos exactamente iguales. Conozco tus mentiras como si yo las hubiera dicho. Sé lo que piensas sin necesidad que digas algo. Por eso no puedo alejarme de ti. Volvemos a lo que hemos conocido todas nuestras vidas. Los hábitos son demasiado difíciles de romper y tú eres el mejor de ellos.

Milo...

Carta a un caballero en Atenas || La Saga de Oro (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora