La dueña de la casa.

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Esa tarde me encontraba en el fondo de mi casa cuando mi madre vino a avisarme que el padre Rodrigo me buscaba. En esos años yo era monaguillo en la capilla del barrio. 
Una catequista, su hijo y un par de veteranas muy comedidas de la capilla me esperaban junto al padre en la vieja Volkswagen, en la combi. Por el camino me enteré a qué íbamos. 
Hacía unos días había fallecido una señora muy mayor que a veces iba a la capilla. Como última voluntad había donado todo lo que tenía en la casa a la Iglesia, y el padre Rodrigo era quien debía usarlas como mejor le pareciera. 
A mí me resultó algo curioso esa generosidad, porque la verdad, no parecía ser una mujer buena. Apenas saludaba a la gente, y siempre caminaba muy erguida, con la frente en alto, como quien se cree superior a los otros. Nunca la vi participar en ninguna celebración, y tampoco iba a misa, solo iba a hablar con el padre en algunas ocasiones; la atendía en la sacristía y hablaban en voz baja. En una de sus visitas, enseguida que se marchó el padre comentó lo siguiente, con un aire pensativo:

- Es una pena, una señora tan culta y creyendo en esas cosas…
- ¿En qué cree? -le pregunté. 
- En cosas que no te interesan. Ve a tocar la campana, que ya es hora.

Ahora íbamos rumbo a la casa de esa señora misteriosa. Yo estaba muy curioso. Nunca había entrado a una casa tan grande. El padre tenía un manojo de llaves. Al abrir la puerta nos dijo que esperáramos afuera un momento, y la cerró al entrar. ¿Para qué? Después escuché que se alejó lentamente, como con cautela. Demoró un buen rato en venir. Aparentemente recorrió toda la casa. Cuando nos dejó pasar sonreía:

- ¿Está todo bien? -nos dijo. Creo que al instante se arrepintió de haber dicho eso. Él siempre decía que de joven era muy “lengua floja”; por lo que yo lo conocía, nunca dejó de serlo. 
- ¿Qué podía estar mal? -preguntó una de las veteranas. Todos esperamos la respuesta. 
- Bueno… nada importante. Pasen, que hay mucho trabajo.

La biblioteca de la vivienda era estupenda, enorme; el padre agradeció la donación juntando las palmas. Ahora la capilla podía tener una biblioteca. La tarea de cargar todo aquello no fue poca, y se hizo lenta porque cada libro pasaba por el “filtro” de nuestro sacerdote. Muchos volúmenes eran de cuentos de terror, novelas de fantasmas, y por el título se veía que algunos trataban sobre el Diablo. Usé uno de esos libros para fastidiar a una de las veteranas:

- ¿Este sirve? -le pregunté, extendiéndole el libro. 
- A ver… ¡No! No, este no. Déjalo por ahí. ¡Ay, Dios!

El padre Rodrigo me miró con un gesto de reproche, negando con la cabeza. 
La combi hizo varios viajes, la manejaba la catequista. Y así fue pasando la tarde. Cuando llegó la noche seguíamos en aquella casa. El sacerdote no quería retenernos mucho mas allí, pero como todos insistimos en que no teníamos nada que hacer, resolvió que revisaríamos una habitación mas. Abrió una pieza que parecía ser un depósito de cosas antiguas. Allí silbé, asombrado por las cosas que había, y me gané una nueva mirada de reproche. Empezamos a cargar algunas cosas. En el fondo de la pieza había otra puerta. El padre no daba con la llave que la abría, entonces yo me ofrecí para hacerlo. El manojo de llaves era grande. En un momento dado quedé solo, y justo ahí di con la llave. ¡Que susto! Era una pieza muy pequeña (creo que en realidad era un guardarropa), y en él solo había una muñeca, una grande y espantosa. Estaba sentada contra la pared, de estar de pie seguramente su cabeza alcanzaría mi pecho. Me impresionó tanto que quedé parado allí sin moverme. La contemplaba fijamente a la cara cuando la muñeca abrió los ojos y me miró. Creo que grité. 
Cuando giré para huir escuché el ¡clic! del viejo interruptor de la luz y la pieza quedó oscura. Enseguida escuché que la muñeca corría hacia mí. Cuando me abrazó desde atrás no sé cómo no me desmayé de terror. Mi grito debe haber sonado horrible. El padre Rodrigo ya debía estar muy cerca de la habitación cuando ocurrió eso. Cuando lo vi entrando a toda prisa en la pieza, la muñeca me soltó. El padre encendió la luz. La muñeca estaba de nuevo en la pieza pequeña, sentada igual que cuando la encontré. Él la miró con la cara llena de horror:

- Entonces era cierto -dijo, y se aferró su cruz. Después se volvió hacia mí-. ¿Te hizo daño? 
- Me… me agarró por atrás -dije llorando.
- ¿Te lastimó?
- No, pero me siento mal -era porque sentía mucho terror.

Los otros llegaron alarmados, y al ver a la muñeca se aterraron también. Nos fuimos de aquella casa sin la mas mínima intención de volver. 
El padre no habló mas del asunto. Un tiempo después de ese espantoso hecho empezaron a circular rumores sobre aquella casa, rumores de que estaba embrujada porque se escuchaban ruidos. Al enterarme recordé que no cerramos la puerta del guardarropas. Creo que los ruidos los hacía la muñeca al intentar escapar. Una mañana pasé frente a esa vivienda y vi que una ventana estaba rota. Después pasaron varias desgracias en el barrio.

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