Olvidada por el mar

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Necesito aire... necesito respirar o moriré...

Helena tosía incontrolablemente, su pecho se sentía en llamas, y no dejaba de escupir agua salada. Sus manos estaban tan entumidas como el resto de su cuerpo, hundidas en la arena pedregosa, revuelta con caracoles marinos.

—¿Estás bien? —escuchó la voz rasposa de un hombre preguntar a lo lejos, pero aún estaba muy aturdida y no dejaba de carraspear su garganta.

Trató de moverse, pero sentía que su cuerpo se había convertido en hielo.

—¿Puedes oírme? —le preguntó la voz de nuevo, y esta sonaba áspera, como si estuviese maltratada por el exceso de tabaco.

Ella tan solo asintió ligeramente con la cabeza, sin siquiera poder sentir los brazos del hombre a su lado, quien le rodeaba el torso para ponerla de pie. Sus piernas tampoco le respondían, haciendo que tuviera que ser prácticamente cargada.

El hombre llevaba una chamarra negra y gruesa con la insignia de alguacil en su lado izquierdo. Sus ojos azules miraban hacia una cabaña a unos metros de distancia, la cual tenía una chimenea que expulsaba un denso humo negro, pero este se perdía por completo entre la niebla del lugar.

—Tranquila, pronto estarás bien —le dijo este, cargándola con esfuerzo.

Helena no era precisamente pesada, pero su altura complicaba el poder levantarla del suelo con facilidad. Ella deseaba pedirle que parara, aunque fuera por tan solo un momento. Necesitaba ubicarse. Necesitaba saber ¿qué estaba pasando? ¿Como había llegado ahí? Y lo más importante de todo, ¿en dónde estaba?

Sus labios temblorosos quisieron replicar, pero no se produjo ningún sonido de su garganta, no tenía las fuerzas para hacerlo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la voz de una mujer, una vez que entraron al interior de la cabaña.

El hombre depositó a Helena en el suelo de la sala, justo enfrente de la cálida chimenea, en donde ella comenzó a temblar sin parar. Mientras lo hacía, fue arropada por la mujer con una frazada de lana.

—La encontré en la orilla de la playa. No tengo idea de cómo llegó ahí —respondió el hombre, limpiando su bigote blancuzco embarrado de arena.

Helena observó de nuevo la chamarra mientras este hablaba, tenía bordado el nombre «Earl» bajo la insignia de alguacil.

—¿Crees que haya habido algún naufragio? —preguntó la mujer observando el océano por la ventana, achicando sus ojos redondos, y tratando de distinguir algo en la distancia.

—Puede ser. Aunque no esperamos ningún carguero hasta dentro de unos días —respondió Earl.

—Quizás se haya adelantado.

Helena cerró sus ojos, y sintió su cuerpo temblar descontroladamente, como si este tuviera vida propia.

—¡Madre mía! ¡Estás temblando! Te traeré ropa seca —le dijo la mujer apurándose al interior de una de las habitaciones al fondo.

—Anne-Marie, voy a ir a organizar una búsqueda con Bernie y los demás. Quizás haya más náufragos.

—Está bien. Pero apúrense porque ya está obscureciendo —le respondió.

—¡Pues entonces ya déjame ir, mujer! —dijo Earl saliendo de la cabaña, y dejando a Helena hecha un ovillo frente al fuego.

Tenía tanto frio, que deseaba meterse por completo a la chimenea. Sus dedos estaban arrugados, lo que le indicaba que tenía un largo rato dentro del agua. Pero su mente estaba completamente en blanco. Era como si alguien hubiese presionado el botón de borrar, y todos sus recuerdos hubiesen desaparecido. Tenía suerte de que al menos pudiera recordar su nombre.

Olvidada por el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora