Sombras y luces

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Contemplé con los ojos henchidos de voracidad aquel rostro dulce y aniñado con la firme esperanza de hallar esa emoción, ese sentimiento albergado en las profundidades de su corazón. Un amor puro capaz de cambiar la naturaleza de un alma podrida como la mía. Ansié tocar ese rostro, acariciarlo, y sentir a través del tacto de mis dedos, ese ardor abrasándome la piel. Quería que sus llamas la atravesaran, y esparcieran la pasión virulenta, el deseo candente por cada terminación de mi cuerpo. Deseaba sentir ese frenesí férvido al rozar con mi lengua ponzoñosa sus labios perfectos, carnosos, e impregnar, poco a poco, mi febril aliento en su boca. Quería devorar cada recoveco de su perfecto cuerpo, poseerlo hasta la extenuación. Quería que ella fuera mía, que fuéramos nuestros. Quería sentirme vivo. Quería amar y ser amado. Quería deshacerme del pellejo de villano por una vez... Pero la realidad me aplastó con su crudeza, asestándome profundos latigazos en el fondo del estómago, embistiéndome con sus fieras garras, e impulsándome hacia la verdad con cientos de preguntas:

¿Cómo el duro y helado corazón de un monstruo, de un animal sin entrañas, podía siquiera pretender sentir esa clase de emociones?

Por un momento odié ser quien era: un miserable, un ruin, un vil y despreciable engendro corrompido por el mal. Deseaba ser él: un héroe. Y eso me condujo hasta la próxima pregunta:

¿Me miraría ella cuando despertara de su letargo, del mismo modo en que lo miraba a él, a su héroe?

Y a las siguientes:

¿Sería capaz de ver mis virtudes, aunque estas fueran erróneas, incluso aberrantes? ¿Advertiría la minúscula porción de bondad que aún quedaba en mi alma? O sin embargo, ¿Sólo vería las sombras que la envuelven?

Y la definitiva:

¿Podría ella llegar a amarme?

Entonces como si una bombilla se encendiera dentro de mi maquiavélica mente, vislumbré la respuesta: «nunca».

La rabia emergió con furia agitando cada terminación nerviosa de mi cuerpo, y el odio impregnó mi alma y mi corazón de nuevo. Éste se retorcía como un gusano. Me aparté asqueado. Las nauseas irrumpían de un modo persistente perturbando mi juicio, ¿Cómo había siquiera pretendido renunciar a mi naturaleza maléfica? Mi anhelo de matar jamás sucumbiría. Mi sed de sangre nunca se extinguiría. Yo era un monstruo sin entrañas y mi cometido era hacer resurgir de las profundidades el reino de las sombras. Debía suplantar el mundo de la luz. Debía acabar con su más fiel representante. Y ahora sabía cómo hacerlo. Ahora tenía el poder entre mis manos.

Regresé a su lado y la observé detenidamente con los ojos inyectados en sangre. Resultaba tan irrisoriamente fácil arrebatarle la vida, que sin darme cuenta, una sombría y gutural carcajada irrumpió en todo aquel apacible silencio, alterando su rítmica y regular respiración. Abrió los ojos y al verse inmovilizada bajo mi diabólica mirada, el pánico se apoderó de ella. Sus ojos me miraban consternados. A veces con repulsión y miedo. Eso ratificó categóricamente la respuesta: jamás me amaría. Avancé hacia ella con la muerte pintada en mi rostro, le aparté un mechón dorado de la frente y con un dedo bajo la barbilla alcé su rostro, obligándola a sostenerme la mirada. Las lágrimas brotaban de sus ojos acaramelados, resbalándole por las mejillas. Torcí una pérfida sonrisa, acerqué mis labios hacia su oreja y susurré:

―No temas, seré rápido.

Ella se estremeció y todos los músculos del cuerpo se le tensaron. Deslicé mis manos hasta su cuello, dejando que el roce de su piel abrasara la mía. El deseo de matarla impulsó a que mis manos se cerraran en torno a su cuello con fuerza. Estaba delirante, excitado, enloquecido por acabar con aquella tortura que me nublaba la mente; enardecido por amarla, encolerizado por su repulsión. En apenas unos segundos todo terminaría. Sólo el momento quedaba ensombrecido por la ausencia de su héroe. Pero me había asegurado que jamás pudiera atravesar el muro que nos separaba. Me había asegurado que nunca pudiera volver. Esta vez había vencido. Las sombras sobre las luces. Y reí victorioso. Pero entonces, y ante mi asombro, oí un chasquido dentro de mi cabeza y supe al instante que era él. Él jamás permitiría que las sombras vencieran.

―«Quítale las manos de encima o te las arrancaré de cuajo»― Ordenó en tono hostil dentro de mi cabeza.

Me quedé quieto. ¿Cómo había conseguido traspasar de nuevo aquel muro?

―«Suéltala».

Al escuchar sus amenazas le desafié, apretando con más ahínco hasta que las manos me dolieron. Ella comenzó a ponerse azul. Volví a clavar mi fiera mirada en su rostro, en sus ojos color caramelo, y observé cómo mi poder la iba apagando, la iba marchitando lentamente. Fue en ese momento cuando me di cuenta de la calidez que manaba de sus ojos, del amor que desprendían. Sus labios, que habían adquirido un tono purpúreo, se entreabrieron dando paso a un confuso susurro. Acerqué mi oído permitiendo que lo cosquillearan con su roce, intentando discernir aquel ininteligible balbuceo, arrebatándole vilmente su último suspiro:

―Te... amo...

―«¡No!»―Gritó horrorizado, retumbando por toda mi cabeza.

Su furia me arrebató el control con una fuerza hercúlea, apoderándose y tomando dominio de mi cuerpo. ¿Cómo lo había conseguido? ¿Cómo había logrado franquear el muro? Flaqueaba ante su poder, ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Intenté resurgir, tomar el control de nuevo, pero me vi arrastrado y reculando hacia el interior. Hacia el reino de las sombras. El muro que yo mismo había construido se irguió ante mí, obstruyéndome la visión. Entonces me abalancé contra él. Luché con ira, con cólera, ansiando aplastar con mi mano su honradez; borrando de un plumazo su nobleza; aniquilando su lealtad; abatiendo su fuerza; destruyendo su coraje, su valor al doblegarme. Pero era demasiado tarde. Caí arrodillado al suelo, subyugado y sometido ante su mando. Unas manos emergieron de la nada, atrapando mi alma. Allí, bajo la luz cegadora que fluía de todas partes, fui conducido de nuevo hacia mi nuevo destino: la oscuridad.

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