| RECUERDO ETERNO | parte 1

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Se vio obligado a utilizar la mano de visera al bajar del coche. El sol brillaba con intensidad en el pequeño pueblo demasiado para su gusto.

—¿Quieres que te lleve la maleta, chico? —el taxista le entregó la pequeña maleta roja que le había servido a su vez de armario durante la estancia en el hospital. Él negó.

—No, gracias.

El hombre, de cabello oscuro con pequeños mechones plateados por la edad, sonrió, se quitó la gorra y entró dentro del coche. El esperó a que el motor dejara de sonar para entrar a la casa.

Tenía miedo, no podía negarlo. Se había pasado meses en el hospital y sus padres no lo habían ido a visitar. Tampoco es que hubiera tenido la esperanza, pero verles la cara hacía todo aquello mucho más real y dolía.

Avanzó hacia la puerta, las manos le temblaban. ¿Cómo reaccionarían? ¿Qué le dirían? ¿Lo abrazarían? No, nadie lo abrazaría porque no lo merecía. Era un mal hijo, siempre lo había sido por nacer con aquella enfermedad.

La notaron desde pequeño. Siempre había dado problemas y eso había hecho que su familia se desmoronara. Primero perdió el contacto con sus tíos, con sus abuelos, con sus amigos y, finalmente, perdió la confianza de sus padres. A los diez años decidieron irse de su pais por vergüenza a ir por la calle, al ser reconocidos como los padres del hijo del diablo. Así lo habían apodado y así se lo había creído él.

Pero su vida no mejoró en su nuevo hogar. Él había frecuentado aquel país durante todos los veranos. Sus padres tenían una humilde casa y veraneaban allí. Al verse obligados a abandonar su país de origen, decidieron empezar desde cero en la pequeña casa donde siempre habían veraneado. Allí nadie conocía al hijo del diablo, allí nadie los señalaba con el dedo y allí él podría vivir de forma tranquila.

Sin embargo, al instalarse en el país, todo empeoró. Su enfermedad aumentó año tras año quedándose sin amigos, sin que los médicos quisieran visitarlo, sin que nadie se atreviera a mirarle a los ojos. No supo el por qué, pero aquel país había sido el detonante del odio definitivo de sus padres.

Hubo un punto en que ellos no pudieron más y lo enviaron a un hospital. Los días allí fueron un infierno para él viendo todo tipo de enfermedades, soportando pastillas, inyecciones, pruebas y comiendo alimentos con sabor a cartón. Pero se prometió ser fuerte y salir de allí para, un día, estar curado y ser el orgullo de sus padres.

Y allí se encontraba. Un caluroso junio, bajo el porche de su casa de verano, lo que había sido su hogar durante diez años.

—Vamos, no puedes ser un cobarde toda tu vida —cerró los ojos. Respiró un par de veces y alargó el dedo.

El sonido resonó por toda su alma.

Quien abrió la puerta fue su madre. Llevaba un vestido de flores y un delantal. Todo parecía normal, el mismo pelo, los mismos ojos que los de él, la piel fina y perfecta. Sin embargo, estaba sonriendo. Le estaba sonriendo a él.

—¡Hijo! —la mujer lo estrechó entre los brazos y lo besó en la frente. Cuando llegó su padre, aún no había podido reaccionar.

—Hola. Te echábamos de menos —el hombre, una copia exacta de él excepto en los ojos, también le dedicó una sonrisa aunque su mirada mostraba severidad y prudencia—. ¿Te ayudo con la maleta?

Su padre, un poco más alto que él, alzó la maleta y se introdujo dentro de la casa. El siguió a su madre aún sin saber qué decir, preguntándose qué estaba sucediendo.

Él no recordaba que su madre le hubiera sonreído, no recordaba que su padre hubiera sido tan amable. Aquel ambiente de felicidad lo sentía falso, lejano. Se estaban comportando así porque estaban obligados a ello. Y lo sabía. Había escuchado al doctor hablar sobre el tema por teléfono, porque sus padres no se atrevían a ir a visitarlo.

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