Recién viudo, deambulas cargando la mochila de la tristeza, arrastrando el carro de la soledad. Pero no te importa. Hoy prefieres eso al bullicio de los nietos, a la algarabía de los amigos. Cuarenta y ocho años junto a ella no son fáciles de olvidar y necesitas, con urgencia, un bastón en el que apoyar tu desazón.
Te aparece en el camino, asumiendo la forma de un templo abierto. Lees en su fachada: “Salón del Reino de la Gratitud Divina”. Piensas que Dios lo ha puesto ahí. Entras temeroso en una gran sala solitaria, alba, refulgente, y te sientas en la punta del escaño de la última fila. Crees que pasando desapercibido estarás en contacto más directo con Él y quizás hasta puedas conversar con tu vieja, a la que tanto añoras. Pero la tranquilidad dura poco porque pronto percibes a tus espaldas una sombra que, por sobre el hombro, te entrega un ejemplar de el Libro Sagrado. “Aquí encontrarás la respuesta a tus aflicciones”, dice, y desaparece.
Cuando ya te marchas, el dueño de la sombra sale a tu encuentro. Es un hombre de unos cuarenta años, ojos glaucos, muy bien vestido, que te mira con aire compasivo. Sientes un poco de vergüenza por tu aspecto. Desde que ella murió te has despreocupado de ti, pero, sin saber por qué, lo abrazas y lloras en su hombro. Palmotea tu espalda, te entrega palabras de consuelo y te invita a las reuniones de su Iglesia “que son los lunes, miércoles y viernes a las siete”, te dice, pero que si necesitas un oído atento, lo llames.
Te sientes mejor. Regresas al silencio del hogar, almuerzas algo y compruebas en el calendario que es miércoles. Desde que ella se fue los días dan lo mismo. Aun estás a tiempo y decides asistir a la reunión. Te afeitas, vistes tu mejor ropa y vas. Aunque no te conocen, te reciben con afecto. Entre los asistentes no está el pastor. Cuando aparece, viste una túnica blanca ribeteada en dorado. Parece rodeado de un halo misterioso, una calidez que te sobrecoge y te penetran sus palabras de aliento, de esperanza. La homilía gira en torno a Dios y a los profetas. Sabes que no sabes nada, la religión nunca te atrajo demasiado, pero algo en el ambiente te invita a meditar. Quizás es la armonía que irradian todos, tan apropiada para el alma solitaria en la que te has convertido.
Para finalizar su sermón, el pastor los insta a convertirse en predicadores: “Nada sacamos con hablar de Dios entre estas cuatro paredes, si no estamos dispuestos a salir a divulgar la Palabra. A quienes deseen convertirse en Sus agentes, los invito a acercarse al ambón”.
Y sin darte cuenta estás de pié, decidido a convertirte en apóstol de la Gratitud Divina. Asistes a reuniones diarias, lees textos sagrados que analizas junto a los otros integrantes del grupo. Superando tu cortedad de genio hablas a los demás con soltura de los temas en los que has ido adquiriendo dominio.
Hasta que llega el esperado día y sales a la calle en compañía del pastor. Puerta a puerta vas entregando una revista y hablando de Dios. Algunos escuchan con paciencia, otros te dan portazos en las narices. Pese a los descreídos, al final del día sientes que has cumplido con tu deber. Estás desbordante de una íntima alegría que desde mucho tiempo no sentías.
Asumes con ardor tu misión, sales solo y le hablas de Dios a la gente en la calle. Sabes que los más humildes son los más necesitados de la Palabra y a ellos te acercas.
Meses después de la muerte de tu mujer, cuando ya estás empapado de un profundo sentido religioso, recibes el dinero olvidado de un seguro. Estabas convencido de que en tu vida lo material había pasado a segundo plano, pero son cuatro millones, una cifra importante para un pobre jubilado conductor de microbuses. Nunca tuviste tanto dinero. Por considerarlo un regalo divino, lo comentas con el pastor, que te sugiere que lo dones a la Iglesia de la Gratitud Divina. Lo requiere urgente para pintar el templo y reemplazar las cortinas raídas.
Algo te desagrada en su mirada y te niegas, provocando su ira. Te enrostra la carencia de compromiso con el Señor. Te acusa de falta de gratitud, paradigma de esa iglesia, que está grabado con letras de oro en su nombre, “Gratitud Divina”. Te sientes culpable, egoísta, pero le explicas que la enfermedad de tu mujer te dejó en la ruina, que tu casa también necesita reparaciones, que se llueve.
Al final, como si de una negociación bancaria se tratase, acuerdan que le prestarás el dinero, a pagar en doce cuotas mensuales. Tu casa puede esperar.
Para Navidad, recibes la invitación de tu hijo a celebrarla en familia, y aunque para ti ahora la fecha carece de toda significación, porque esa fiesta solo es un festejo pagano, un culto al consumo, decides asistir. Algo ha cambiado en tu relación con el pastor después del incidente del dinero.
Claro que durante la fiesta no pierdes la oportunidad de predicar a los invitados la Palabra. Algunos juzgan inoportuna tu intervención y se lo dicen a tu hijo. Te pide por favor que no molestes con discursos religiosos a sus visitas. Te enojas, le dices que cualquier lugar es bueno para difundir la palabra Divina y él, de buenos modos, te pide que abandones su casa. En su auto te envía a tu hogar y en soledad lloras por no haber conocido antes el Libro Sagrado, para educar a tus hijos en la verdadera fe.
Pasan muchos meses sin tener noticias de tu hijo y, agobiado, le escribes a tu hija que vive en Copiapó. Que estaría feliz de recibirte, responde, y decides viajar la semana siguiente, para lo que necesitas dinero.
Concurres a la casa del pastor, que vive en una hermosa casa del mejor barrio de la ciudad. Te atiende en la puerta, como si fueras indigno de traspasarla, y le recuerdas que han transcurrido seis meses, que no te ha pagado ninguna de las cuotas del crédito y él te pregunta que de qué crédito le hablas. Tú, confundido, le dices que el de los cuatro millones con los que se pintó el templo y se cambiaron las cortinas y te responde que hagas memoria, que donaste ese dinero a la comunidad, que nunca se habló de devolución y te envuelve en su verborrea, mezclando cosas de Dios con las de los hombres. Te sabes timado y concluyes que todo lo que te ha dicho durante este tiempo son mentiras, solo vulgares mentiras.
Furioso contigo mismo por ser tan imbécil, te diriges hasta el templo, lo abres con la llave que te pasó para que lo asearas antes de las ceremonias ―porque eres tan estúpido que hasta en eso te tomó el pelo― y vuelcas el bidón con parafina de la estufa en las cortinas, en los escaños, en el ambón y en todos los rincones. Parte de lo que queda en el fondo lo vacías sobre tus ropas.
Sales a la calle, arrojas una vela encendida y cruzas al frente para observar el holocausto que le rindes a tú Dios, al verdadero, no a esos con pies de barro como el del pastor y de tantos otros falsos profetas que utilizan la Palabra para enriquecerse a expensas de incautos como tú. Ahí está la luz del fuego, la verdadera luz que ha iluminado la fe de los hombres desde el comienzo de los tiempos.
Las llamas se elevan al cielo, las chispas lo invaden todo. Los mirones te preguntan por qué hueles a parafina, pero los ignoras porque escuchas el cercano ulular de las sirenas.
Cuando ves llegar al pastor, que contempla con ojos llorosos cómo las llamas consumen la fuente de su riqueza, te acercas, lo abrazas firmemente y así como él te bautizó dejando caer agua sobre tu cabeza, dejas caer el saldo de parafina sobre su pelo, sobre su ropa elegante.
Cruzas sonriente tu vista serena con su mirada aterrada. Comprende que juntos emprenderán el viaje para descubrir la verdad de las mentiras.
Enciendes el último fósforo.
©Fernando Lizama-Murphy
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La verdad de las mentiras
Short StoryCuento que gira en torno al delicado tema de la fe y la credulidad de los fieles de algunas iglesias.