1. Mi pequeño paraíso

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   La música se oye por todo el departamento, lo que hace que me despierte, pero no me apetece levantarme. Tengo tanto sueño acumulado que por mucho que alguien lo intente, no consiguiría sacarme de la cama.
   Siento unos pasos que vienen hacia mí acompañados por una voz que tararea una canción que está sonando de fondo y no puedo evitar sonreír con los ojos cerrados al identificarla.
   Es mi canción favorita, y al escucharla en los labios del hombre al que amo no puedo evitar suspirar.
   Cuando llega a mi lado de la cama intento hacerme la dormida aún que no creo que dure el engaño, me conoce demasiado.
   Muy despacio noto como deposita algo en el otro extremo de la cama donde hace unas horas estaba él envuelto en mí y haciendo el menor ruido posible se pone frente a mí mientras yo reprimo una sonrisa.
    —Buenos días, perla —susurra mientras me aparta un mechón de la cara y roza su nariz contra la mía.
    —Mmm...
    No sé cuanto tiempo podré fingir.
    —¿Perla? —me besa con una sonrisa en los labios.
    No respondo y él no dice nada más, se limita a seguir acariciándome y besándome suavemente.
    ¡Dios!
    Que pare ya. No me quiero levantar, se supone que estamos de vacaciones.
    Intento no moverme, pero como la blanda que soy no puedo evitar responder a uno de sus besos y alargando la mano despistadamente le empiezo a dar pequeños toquecitos en la punta de la nariz con el dedo índice.
    —Cariño, ¿qué haces? —pregunta juguetón.
    No puedo verle la cara pero juraría que me está mirando con esa cara de pillo que me vuelve loca.
    —Apagar el despertador —ronroneo con los ojos aún cerrados mientras hago un mohín. —¡Apagate! —ordeno mientras intento parecer somnolienta y reprimo las ganas de reír.
    Él por su parte no se lo cree y ríe a carcajadas.
    ¡Dios!
    Me encanta el sonido de su risa, es tan ronca, tan varonil... que no puedo evitarlo más y termino contagiándome con él hasta romper en carcajadas.
    —Helena, ¿te estabas haciendo la dormida? —pregunta alzando una ceja y dedicándome una sonrisa torcida al mismo tiempo que se le marcan esos hoyuelos tan graciosos en las mejillas que me vuelven tan loca.
    ¡Ups!
    —Mmm, no... —respondo con voz chillona mientras abro los ojos instintivamente y ver que me observa juguetón antes de taparme con las sabanas.
    —Ah, ¿no? —ríe. —Me estás mintiendo, tu tono chillón te delata.
   No respondo, me limito a seguir riéndome bajo las sabanas.
   Nunca se me dio bien mentir, y cuando no me da por hablar con voz de pito, me da por tartamudear o tocarme el lóbulo de la oreja.
    Así de rara soy yo, que le vamos a hacer.
    —Vaya —le oigo decir. —Así que estás juguetona hoy, ¿eh?
    Y antes de que pueda decir nada me destapa, se sienta a horcajadas sobre mí y comienza a besarme mientras sus manos me hacen cosquillas por todo el cuerpo.
    —Vale, para... —la risa me impide continuar. —¡Para! —No me escucha y si lo hace simplemente hace de oídos sordos. —¡Por favor....! —suplico riendo y con lágrimas en los ojos.
    —Está bien, —se rinde al fin con una sonrisa triunfante —pero ahora a desayunar —me besa y pone entre nosotros la bandeja que se hallaba depositada en el otro extremo de la cama.
    ¿Desde cuándo me hace el desayuno?
    Miro la bandeja absorta. Aún que no lo parezca es lo más bonito que me ha hecho nunca.

—Cariño, —llamo su atención un poco anonadada —¿estás enfermo? —deposito suavemente mi mano sobre su frente para comprobar su temperatura mientras río.

    —Anda ya, deja de decir tonterías —me aparta la mano de un manotazo. —Ahora a comer —ordena antes de llevarse una taza de café a los labios.
    Si me pinchan no sangro —pienso mientras le miro con el ceño fruncido.
    Nunca, que digo nunca, jamás en los cinco años que llevamos juntos Félix me ha hecho el desayuno y mucho menos me lo ha llevado a la cama. Y ahora, no sólo me hace el desayuno y me lo trae a la cama sino que tengo ante mí una bandeja repleta a rebosar de tostadas, fruta cortada, zumo natural depositado en copas y dos tazas de café como a mí me gusta, solo y con mucho azúcar. Sin contar con las rosas color coral y aterciopeladas que hay en la esquina a modo de decoración.
    Lo tengo claro, éste no es mi novio. Mi novio no hace estas cosas y me juego lo que sea que está incubando un virus.
    —¿Qué? —pregunta sonriendo cuando nota que no le he apartado la mirada desde que ha puesto la bandeja entre los dos.
    —Nada, nada —respondo.
    Cuando lo que realmente quiero es preguntarle quién es y que ha hecho con mi novio mientras dirijo mi mirada a la bandeja.
    Quién me diría a mí que aquel gruñón con el que choqué hará unos seis años en aquel infernal atasco estaría ahora ante mí besándome cada vez que tiene ocasión y que incluso me llevaría el desayuno a la cama.
    La verdad, esto no será el cielo pero sí mi paraíso y no me importaría quedarme así toda la vida.

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