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Año 2002

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Año 2002

Como todas las tardes desde que se había mudado a Busan, hacía ya tres años, Kyungsoo se sentó en la acera de la calle, tras la casa donde vivía Jongin, a la espera de que este saliese a recibirlo con una sonrisa y, juntos, se encaminasen por el sendero de piedra y gravilla que atravesaba la urbanización y se dirigía directamente a la zona donde residían Sehun y Chanyeol. Siempre quedaban después de merendar, dispuestos a malgastar el
resto del día entre juegos y travesuras; hasta las seis, cuando Jogin debía volver a estar en casa.
El niño suspiró, angustiado por el intenso frío que parecía congelar el aire a su alrededor. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro, dando de vez en cuando pequeños saltitos, con la esperanza de que Jongin no se retrasase mucho más. Normalmente, no solía hacerlo esperar.
Kyungsoo contempló el vaho que escapaba de sus labios entreabiertos y alzó un dedo en alto, deseando tocar el frío que se materializaba frente a el. Sin embargo, antes de que pudiese siquiera intentar tal estupidez, escuchó un grito ahogado que provenía de la casa y, temblando, se acercó hasta la verja de la entrada, con la intención de descubrir qué era lo que ocurría.
No era Jongin quien gritaba. Era la voz aguda de una mujer.
Se aferró con una mano al barrote de metal y apoyó la frente en la verja.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué chillaba de esa forma la madre de Jongin? ¿Y si le había pasado algo a él...?
Conforme los gritos se incrementaban, interrumpidos en ocasiones por una vigorosa voz masculina, comenzó a impacientarse. Movió la cabeza de un lado a otro, anhelando encontrar a algún vecino en la calle que pudiese ayudarlo, pero allí no había nadie.
Dudó, con la mirada fija en la manivela, recordando las palabras que Jongin le había repetido en varias ocasiones desde que se conocían:«Nunca pases de la puerta de la entrada. Espérame fuera, tras el muro.Prométeme que lo harás». Y, por supuesto, Kyung se lo había prometido.

Tanto el como Sehun y Chanyeol sabían que en su casa tenía problemas, a pesar de que Jongin rehusaba hablar de ello. Él prefería hablar de cualquier tontería cuando no sabía cómo escapar de alguna pregunta o intentar hacerle la puñeta a Kyung para que el se olvidase de todas las cuestiones que se agolpaban en su mente curiosa. Solo decía lo esencial, que en resumidas cuentas, era que no podían ir a jugar a su casa porque a su padrastro no le gustaban las visitas.
Pese a la promesa que le había hecho, Kyung no podía evitar que un escalofrío lo sacudiese cada vez que volvían a escucharse gritos y llantos.
Era incapaz de distinguir las palabras exactas, pero las pocas que lograba cazar al vuelo no eran nada agradables. Temía que a Jongin le hubiese ocurrido algo o que estuviesen haciéndole daño, así que, finalmente, giró la manivela y abrió la puerta de la entrada.
Cualquiera hubiese sido capaz de advertir a simple vista que le temblaban las manos, incluso a pesar de que dos enormes guantes rosas las cubrían protegiéndolas del frío. Ignorando el miedo que se apoderaba de el, avanzó por el descuidado camino hacia la casa, que se recortaba a unos metros de distancia entre algunos árboles enormes que nadie se había molestado en podar. Si su padre hubiese visto aquel jardín, se habría puesto manos a la obra de inmediato; parecía que hacía años que nadie se preocupaba por el estado de la vegetación, ni por el escalón roto que conducía al porche o las tablas de madera sin brillo del suelo.

𝟛𝟛 𝕣𝕒𝕫𝕠𝕟𝕖𝕤 𝕡𝕒𝕣𝕒 𝕧𝕠𝕝𝕧𝕖𝕣 𝕒 𝕧𝕖𝕣𝕥𝕖Donde viven las historias. Descúbrelo ahora