Los ríos van quedando sin resuello al decaer el invierno. Al blando resbalar de las corrientes sustituye el silencio seco, el silencio de la sed, el silencio de las sequías, el silencio de láminas de agua inmovilizada entre los islotes de arena, el silencio de los árboles que el calor y el viento tostado del verano caliente hacen sudar hojas, el silencio de los campos donde los labriegos dormitan desnudos y sin sueño. Ni moscas. Bochorno. Sol filudo y tierra como horno de quemar ladrillos. Los ganados enflaquecidos se espantan el calor con el rabo buscando la sombra de los aguacatales. Por la hierba seca y escasa, conejos sedientos, serpientes sordas en busca de agua y pájaros que apenas alzan el vuelo.
Ni que decir, por supuesto, lo que gastan los ojos en ver tanta tierra sobreplana. Por los cuatro lados de la distancia se va la vista hasta el horizonte. Solo fijándose bien se divisan pequeños grupos de árboles, campos de tierras removidas y caminos de esos que se forman de tanto pasar y pasar por el mismo punto y que van llevando por allí mismo, hacia ranchos con humano contento de fuego, de mujer, de hijos, de corrales dónde la vida picotea, como gallina insaciable, el contento de los días.
En una de esas desesperadas horas de calor y escasez de aire, volvió a casa doña Petronila Ángela a quien unos apelaban así y otros Petrángela, esposa de don Felipe Álvizures, madre de varón y encinta de meses. Doña Petronila Ángela hace como que no hace nada para que su marido no la regañe por hacer cosas en el estado en que está, y como ese como no hacer nada mantiene la casa en orden, todas las cosas derechas: ropa limpia en las camas, aseo en las habitaciones, patios y corredores, ojos en la cocina, manos en la costura y en el horno, pies por todas partes: por el gallinero, por el cuarto de moler maíz o cacao, por el cuarto de guardar cosas viejas, por el corral, por la huerta, por el cuarto de planchar, por la despensa, por todas partes.
Su señor marido la riñe cuando la ve en tareas, quisiera que se estuviera sentada o tendida en la Bartola, y eso es malo, porque los hijos salen holgazanes. Su señor marido, Felipe Álvizures, es un hombre espacioso por dentro, lo que lo hace lento en sus movimientos y por fuera siempre enfundado en espaciosas ropas de dril. Pocas aritméticas, pues sabe sumar de corrido con maíces, y poquísimos letras, pues no hace falta saber leer, como saben muchos jamás Leen. Además, lo de espacioso por dentro lo decía ella, porque le costaba juntar las palabras. Parecía que las iba a traer una a un punto y otra a un punto más retirado todavía. Dentro y fuera de el, el señor Felipe, tenía donde moverse a sus anchas para no hacer nada a la carrera, para reflexionar cabal. Y cuando le llegue la hora, Dios guarde, decía Petrángela, si la muerte no lo acorrala, no se lo va poder llevar. Por toda la casa se reparte la fuerza del sol. Un sol con hambre que sabe que es la hora del almuerzo. Pero bajo los techos de teja de barro se siente más bien fresco. Contra costumbre, Felipito, el hijo mayor, llegó antes que su padre, salto a caballo sobre la puerta de trancas, solo dos trancas tenía pasadas, las más altas y peligrosas, y entre el espanto de las gallinas, los ladridos de los perros y el revolotear de las palomas de Castilla, después de una ida y venida a velocidad de relámpago, sentó el caballo entre las chispas arrancadas del choque de las herraduras en las piedras del patio, y soltó una risotada.
-¡Que sin gracia, Felipito... Ya sabía que eras vos!
A si madre no le gustaban esas vistosidades. El caballo con los ojos brillantes y la boca espumosa, y Felipito ya en tierra abrazando y contentando a su señora madre.Al poco llegó su padre montado en un macho Negro, al que llamaba "samaritano", por manso. Bajóse de la cabalgadura, pacienzudamente, a botar las trancas de la puerta que Felipito había saltado, las colocó de nuevo y entró sin ruido, apenas el tastaceo de los cascos de "samaritano" al cruzar el empedrado de frente el paradero.
Almorzaron calla la boca, viéndose como si no se vieran. El señor Felipe veía a su mujer, está a su hijo, y el hijo a sus padres que devoraban tortillas, rasgaban la carne de una pierna de pollo con los dientes filudos, tomaban agua a grandes tragos para que les pasará de la garganta la masa de una sabrosa yuca colorada .
-Dios se lo pague, señor padre...
El almuerzo terminó, como siempre, sin muchas palabras, entre el silencio de todos y las consultas de Petrángela, a la cara y el movimiento de las manos de su esposo, para saber cuándo este había concluido el plato y pedir a la sirvienta lo que seguía.Felipito, después de agradecer a su padre, acercóse a su madre con los brazos cruzados sobre el pecho, baja la cabeza, t repitió:
-Dios se lo pague señora madre...
Y todo concluyó con don Felipe en la hamaca, su mujer en una silla de balancín y Felipito en un banco, en que seguía montado a caballo. Cada quien en sus pensamientos. El señor Felipe fumaba. Felipito no se animaba a fumar en la cara de su padre y se le iban los ojos tras el humo, y Petrángela, se hamaqueaba, dándose movimientos con uno de sus pequeños pies.
Miguel Ángel Asturias[N̲̲̅̅Z̲̲̅̅]
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𝙀𝙡 𝙀𝙨𝙥𝙚𝙟𝙤 𝙙𝙚 𝙇𝙞𝙙𝙖 𝙎𝙖𝙡
RomanceLida es una muchacha enamorada de un joven millonario, Lida para conseguir su amor hará todo lo posible