1. La ventana

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Mis ojos rozaron el vidrio espejado y volví a experimentar las náuseas, el revoltijo en las entrañas y la asfixiante ansiedad extendiéndose por mi cuerpo, en una metástasis instantánea. Desde que me enteré del suicidio de Samantha, todas las noches me atormentaba la misma pesadilla y ya no soportaba ver mi reflejo.

Estaba parada a media cuadra de la casa de Loreta. Lo último que recordaba era el incómodo asiento del tren y el ronquido de la mujer sentada a mi lado, desparramada para ocupar su lugar y la mitad del mío. Los apagones eran cada vez más frecuentes. Tardé unos segundos en recordar los motivos que me habían llevado hasta ese lugar.

La última vez que había estado allí tenía doce años. Era extraño volver, todo parecía más pequeño, opaco y fuera de lugar.

Me detuve a unos pasos de la puerta. Las persianas estaban bajas y no se escuchaba ningún sonido en el interior. Loreta había sido una de mis mejores amigas del colegio. Era hija única de una familia acomodada, propietaria de una casa colonial que parecía un pequeño castillo. Pero ella se había separado de sus padres y vivía con su tía desde hacía casi diez años, en esa pequeña y descuidada casa franqueada por una ferretería y una puerta de madera pintada de gris, llena de grafitis.

El saludos fue algo incómodo, Loreta no parecía feliz de verme y yo había viajado casi doscientos kilómetros para visitarla.

—Me sorprende que hayas venido —me dijo haciendo un desganado gesto hacia el interior de su casa.

—Te dije que vendría.

—Si, yo no lo hubiera hecho.

Silencio.

—Siempre fuimos diferentes —comenté con una sonrisa que borré de inmediato, cuando me di cuenta de lo estúpido que sonaba. No nos habíamos visto en quince años y no nos conocíamos.

La puerta daba a un comedor que se veía enorme, porque estaba prácticamente vacío. Había una anciana vestida con un largo camisón blanco, sentada frente a una pequeña mesa ratona, mirando fijamente una pelota.

Loreta estaba vestida como si recién hubiera llegado o estuviera por salir, tenía una camisa roja metida dentro de un pantalón de vestir negro, y montaba unas botas con unos tacos de por lo menos diez centímetros.

Apenas di unos pasos dentro de la casa, la anciana preguntó:

—¿Quien es? ¿Son los muchachos de la pelota?

—No, es Cora, una amiga del colegio.

La tía de Loreta se incorporó con dificultad y me miró con el ceño fruncido.

—Pensé que venías por la pelota que tiraron hace un rato —me dijo— Se las voy a devolver, pero primero les tengo que decir unas cositas, porque tienen que aprender a divertirse sin molestar a los demás, porque yo no tiro cosas para adentro de sus casas.

Volvió a mirarme, como si recién hubiera reparado en mi presencia.

—¿Quién dijiste que era?

—Cora —respondió Loreta— Vivió un par de meses con nosotras, hace años.

El cuerpo de la anciana se había reducido con el tiempo, tenía una verruga que le ocupaba gran parte de la cara y le temblaba la pierna derecha. Todo se veía más pequeño, opaco y fuera de lugar. Cuando me reconoció, la vi animarse como un niño que recibe una esperada visita. Pero estoy segura de que no me esperaba.

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⏰ Última actualización: Aug 31, 2020 ⏰

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Siete ángeles para un asesino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora