1. El ascensor

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La noche cayó y las luces del edificio situado en la calle 13 se apagaron. Esa era la señal que Sammy necesitaba para escapar de su humilde y desordenada morada. Las agujas de su reloj marcaban las 12:14; solo faltaba un minuto para la hora acordada con él. Ese joven del que llevaba locamente enamorada desde que se mudó al edificio y al cual nunca se había atrevido a confesarle su amor. Tocó el botón del ascensor una vez, actuando calmada, pero los nervios la vencieron y repitió su acción de manera impaciente. El minutero se movió hacia la tercera línea de su reloj. Eran las 12:15, las puertas del ascensor se abrieron, iluminando el oscuro pasillo, y los ojos de la chica se encendieron al verlo ahí, esperándola: el vecino del quinto.

Y Enter. Cerré mi portátil tras comprobar que el nuevo capítulo de la novela se había guardado con éxito y, sin ni siquiera irme a la cama, acosté mi cabeza sobre este, curvando aún más mi desviada columna en una posición no recomendada por los médicos. Me dispuse a dormir mis merecidas ocho horas de sueño, o puede que los ocho segundos que me había ganado por quedarme despierta hasta las tantas de la madrugada, pues justo al cerrar los ojos, mi teléfono se encendió a mi lado y un fuerte ruido que simulaba el cacareo de un gallo me ensordeció por unos instantes.

—¿Ya es de día?

Como si no me hubiera quedado ya claro, mi alarma aumentó su sonido poco a poco, recordándome que ya había amanecido y que me había pasado toda la noche, otra vez, escribiendo, aumentando de manera preocupante mi falta de sueño y mis ya demasiado marcadas ojeras. Encendí las luces de mi habitación, pero tuve que cerrar los ojos inmediatamente.

—Tengo que cambiar esa maldita bombilla. —Normal que fuera incapaz de distinguir entre el día y la noche.

Sin atreverme a abrir los ojos para comprobar si me había quedado ciega por el exceso de luminosidad, me levanté de forma apresurada, pisando en el intento la manta que me cubría las piernas. Mis pies se enredaron con esta y caí al suelo rodando como una croqueta y envolviéndome en el trozo de tela hasta llegar a parecer un rollito de primavera un poco crudo debido al color blanco de la tela y de mi propia piel. Ya era verano y ni un poco de color había cogido. Atrapada en la colcha barata del Primark y en mis propios pensamientos, me quedé mirando el techo por más minutos de los que me permitía mi apretada agenda, y estiré una de mis manos, intentando tocar con ella la bola de luz cegadora.

—¿Algún día podré brillar tanto como tú?

Y como si se riera de la estupidez de mi pregunta, la bombilla parpadeó y se apagó, dejándome otra vez completamente a oscuras. Saltando como un conejo torpe, me levanté a duras penas, agarrándome de la manta, y me tiré a la cama, donde pude escapar por fin. Miré el uniforme colgado frente a mí y haciendo una mueca de asco me vestí con prisa.

—¿Por qué acepté ese puesto de trabajo?

"Porque dejaste el otro, estúpida, y el anterior, y el anterior del anterior...", me regañó mi voz mental. Mirando en el espejo mi mal aspecto, acentuado por el insomnio, decidí que no había maquillaje que lo mejorara y tras coger mis carpetas y un termo con café frío. Cerré la puerta de mi apartamento, el 7A, y salí corriendo de casa, chocando casi en el proceso con mi vecina.

—¿A dónde vas con tanta prisa, muchacha? —Me preguntó con su común tono sibilante.

—A trabajar, llego tarde. —Le respondí con tono apurado, esquivándola mientras le dirigía una pequeña sonrisa de disculpa.

—¿Otra vez se te pegaron las sábanas?

—Justo eso —Si ella supiera.

-—Suerte en tu primer día! -me deseó animada, mientras se iba trotando con su ropa de deporte por las escaleras. Seguramente iba a hacer running como cada mañana. ¿Cuántas veces habríamos repetido y repetiríamos esta misma escena?

La torre de MéridaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora