El Temor a Amar

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Hace algún tiempo me crucé con una dama, el camino de la vida nos juntó para poder contarnos nuestras historias. Realmente yo no tenía ninguna historia interesante, ningún corazón roto, ninguna aventura, qué podría vivir este pobre pueblerino de 24 años. Mis ojos verdes cansados sólo de trabajar hasta tarde, mi cabello lacio y largo un poco despeinado por el viento del campo. Como dije, ninguna historia, hasta que la conocí.

Primero deberán saber el recorrido de cómo es que nuestra historia llegó a su fin incluso antes de siquiera empezar. Esta dama era siempre constante, más alta que el promedio, de largo cabello color carbón, negro con destellos rojizos. De ojos grandes y soñadores, pero seductores color chocolate. Cuerpo danzante, nunca se cansaba, casi parecía imperecedero. No niego sus grandes atributos de mujer, es por lo que cualquier hombre daría la vida, pero ella tenía el lunar más extraño en su cuello en forma de espiral, los labios más tersos y definidos que había visto; y por mencionar, lo que me cautivó fue su risa explosiva, sin miedo a volar.

Porqué hablo de ella en pasado se preguntarán, pues es sencillo, su danza no era imperecedera, pero su recuerdo seguro que lo es.

Bien, tengo que empezar este relato contando su historia, la historia que la trajo a mí.

Antes de cruzarse conmigo, ella viajó por otros pueblos, danzó junto a otros pies y cantó con otra gente. Hace dos inviernos ella llegó a una pequeña ciudad, largos edificios de calidad modesta, tabernas y millones de gente clásica con historias propias. Llegó tan solo con una moneda, su ropa y un abrigo aparte.

Los ojos de todos iban en su dirección, pues nunca podía pasar desapercibida. Las otras damas con falta de espíritu mostraban su obvia envidia, y caballeros no tan caballerosos le ofrecían hasta lo mínimo de sus posesiones por una noche en su compañía. Pero ella ignoraba todo eso, pues lo que ella escuchaba era el latir de su corazón, y al ton y son danzaba para llegar al camino que el destino le ponía en frente.

No diré que fui el primero en su vida, y sin duda no seré el último; así que con ello claro les introduciré a la primera forma etérea de su sentir.

Entrando a la taberna más cercana, se sentó en lo que sería su lugar habitual por varias estaciones. Sostuvo su abrigo por unos cuantos minutos, esperando que algo la llamara cuando el cantinero le ofreció algo de tomar.

Era un caballero aparentemente de unos 20 años, ella tenía 22 en ese entonces, su cara se iluminó cuando los ojos de aquella querida dama notaron la presencia del chico. Apostaría todo lo que poseo a que sé exactamente lo que pasó por su mente en ese momento. Pensó que nunca había visto alguien igual en su corta vida, esos ojos brillantes, ese escote y ese lunar en el cuello. Tanta maravilla ante su mirar. Le recordaba a las hermosas flores blancas que adornaban la barra cada día, él mismo las cambiaba cada que marchitaban y él mismo se lo confesó.

La dama no contestó, se limitó a observarlo detenidamente, ella miró sus ojos enormes, cafés un poco más claros que los suyos, su tez blanca llena de lunares bien formados, labios gruesos y dientes perfectos; su cara parecía la de un chico joven pero su mirada dictaba que era un alma vieja. Su cabello era un desastre, rojo como el fuego y alborotado, salvaje. Sus manos mostraban caminos por recorrer y ella se cautivó con la idea de conocerlo.

Ella se presentó, extendiendo su mano para que él la besara, hablaron hasta que la noche desapareció y el sol brillante se cernía por las ventanas del gran lugar. En ningún momento ordenó bebida, lo que ella buscaba era lo que su corazón le dictaba, con ton y son al ritmo de sus palabras. Hablaron del día, la noche; de la sal, la pimienta; de la vida y la muerte. Los labios de ambos no paraban y con eso los latidos de ambos incrementaban con el paso de los segundos juntos.

El Temor a AmarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora