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Embarazada.

A pesar del calor de aquel día de verano, Luna Lovegood sintió un escalofrío en la espalda mientras se dejaba caer sobre el banco del parque, a unas manzanas del ático que compartía con Theodore Nott.

Aunque los rayos del sol calentaban sus manos, estaba temblando.

A Stavros no le haría gracia su repentina desaparición, pensó.

Ni a Theodore cuando el guardaespaldas le contase que le había dado esquinazo.

Pero si hubiera ido con él a la consulta del ginecólogo, Theodore habría sabido de su embarazo antes de llegar a casa.

¿Cómo reaccionaría ante la noticia? A pesar de haber tomado siempre precauciones, estaba embarazada de ocho semanas.

Debía haber ocurrido cuando volvió de un viaje por Europa... Theodore se había mostrado insaciable entonces y también ella.

Luna sintió que le ardían las mejillas al recordar la noche en cuestión.

Le había hecho el amor incontables veces, murmurando palabras en griego, palabras cálidas, cariñosas, que le encogían el corazón.

Luego hizo una mueca al mirar el reloj.

Theodore llegaría a casa en un par de horas, pero allí seguía ella, como una cobarde, evitando la confrontación.

Y tenía que quitarse los gastados vaqueros y la camiseta, ropa que sólo se ponía cuando él estaba fuera.

A regañadientes, se levantó del banco y empezó a caminar hacia el lujoso edificio donde vivía con Theodore.

—Te estás portando como una boba —murmuró cuando llegaba al portal. Si el conserje se sorprendió al verla llegar a pie no dijo nada, pero se apresuró a abrirle la puerta.

Luna entró en el ascensor y pasó una mano por su estómago, aún plano.

Cuando las puertas se abrieron, directamente en el espacioso recibidor del ático, se mordió los labios, nerviosa.

Como hacía siempre, entró en el salón quitándose los zapatos y tiró el bolso en el sofá.

Estaba agotada y lo único que quería era descansar un rato, pero tenía que decidir cómo iba a sacar el tema de su relación.

Unos días antes habría dicho que estaba contenta con su vida, pero el resultado de la prueba la había dejado estupefacta.

Y la había hecho pensar en los últimos seis meses con Theodore.

Lo quería con toda su alma, pero no sabía bien dónde iba aquella relación.

Theodore parecía estar loco por ella y el sexo era fantástico, pero ahora que iba a tener un hijo necesitaba algo más que acostarse con él durante unas semanas al mes... o cuando su apretada agenda lo permitía.

Estaba entrando en el dormitorio cuando Theodore salió del cuarto de baño con una toalla en la cintura.

—¡Theo! Has llegado antes de lo que esperaba.

Cada vez que lo miraba era como la primera vez: se le ponía la piel de gallina.

Ese era el efecto que ejercía en ella.

—Estaba esperándote, mi pequeña —contestó él, quitándose la toalla y tomándola por los hombros para apoderarse de su boca.

Un gemido escapó de su garganta.

Era como una adicción de la que no se cansaría nunca.

Como por voluntad propia, sus dedos se enredaron en el pelo oscuro, empujando su cabeza hacia abajo...

Falsas TraicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora