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Hay quien afirma que toda gran verdad nos es revelada con dolor. Puede que esto sea cierto y puede que no. Lo único que yo puedo decir al respecto es que al menos en mi caso no sucedió así. Si en alguna ocasión la Verdad me fue revelada, sucedió una mañana, cuando me disponía a tender la colada en el balcón de mi casa, y en aquel momento no fue doloroso en absoluto, sino sorprendente y reconfortante, como encontrarse con un viejo amigo en una ciudad extraña.
Había lavado la ropa en el patio la noche anterior, siguiendo las instrucciones que por la tarde Carmina garabateara a regañadientes en una hoja de papel. Mi esposa había insistido en levantarse y hacer la colada ella misma, pero no se lo permití. Tal y como había dicho el doctor, si no guardaba reposo absoluto y tomaba los preparados que le subía de la farmacia, su neumonía no tardaría en convertirse en un derrame de pleura, y entonces —le dije—, ¿quién lavaría la ropa, quién arreglaría la casa y prepararía la comida? Naturalmente, insistió en que se encontraba mucho mejor: ya casi no tenía fiebre y había recuperado parte de su antigua fortaleza (fortaleza que, he de añadir, le había ayudado a sacarnos adelante a mí y a nuestras dos hijas) pero, aun así, me mantuve firme. Como boticario he presenciado demasiadas recaídas fulminantes como para ceder a aquellas alturas. En cualquier otra ocasión, Maite y Carolina se habrían ocupado de las labores domésticas, pero en aquel mes de marzo de 1967 ninguna estaba con nosotros: Maite se había casado con un ganadero asturiano el año anterior, y Carolina, la pequeña, estaba en Londres, en casa de Adolfo, uno de mis antiguos compañeros de estudios.
No, era yo quien debía ocuparse de la colada, y así lo hice, si bien lavé la ropa bien entrada la noche y esperé hasta la madrugada para tenderla. Una cosa es que un hombre esté dispuesto a desempeñar el trabajo de su mujer, y otra que no le importe ser visto por todo el pueblo mientras lo hace.
De modo que allí estaba yo, en el balcón casi totalmente a oscuras, con el barreño lleno de sábanas, camisas y mudas limpias todavía húmedas a mis pies. Me disponía a tomar un par de pinzas de la bolsa que llevaba colgada en bandolera cuando la tos de mi mujer hizo que me girara hacia la puerta que daba al dormitorio. Escuché con atención. El carraspeo que la primera semana había sonado como si en vez de flemas se arrancara sapos del pecho se había reducido a una tos seca y casi saludable. Aguardé un segundo y al no escuchar el sonido del esputo al golpear el orinal de latón comprendí que Carmina saldría adelante. Era una mujer fuerte, por supuesto que saldría adelante.
Giré de nuevo y me incliné sobre el barreño. En lo alto del montón de ropa había colocado los sostenes de mi esposa porque quería desprenderme de ellos cuanto antes. Por alguna razón, tocarlos en aquel contexto me producía una vaga aprensión, como si en vez de la ropa interior de Carmina fuera la de una desconocida. Ya había prendido con la primera pinza el extremo de uno de los tirantes al cordel más exterior cuando escuché cómo de nuevo mi esposa tosía en la habitación y, a continuación, pronunciaba mi nombre.
Dejé el sostén colgando y entré alarmado al dormitorio. Una vez allí me encontré con que Carmina se había incorporado hasta apoyar la espalda en el cabecero de la cama y me miraba con los ojos brillantes.
Apretaba el orinal contra el pecho, como si sostuviera un bebé en brazos. La superficie de latón brillaba a la luz de la lamparita de noche.
—He visto cómo llevabas el barreño, Anselmo. Lo has colocado todo... —tosió, y esta vez la tos volvió a sonar húmeda— Lo has colocado todo muy bien. Pero para tenderlo...
—Vuelve a tumbarte, cariño —la interrumpí—. Y tápate, por Dios. No te conviene volver a coger frío a estas alturas.
Pero ella negó con la cabeza y se mantuvo en su sitio, bajo la reproducción de El Cristo de San Juan que Maite y Arturo nos regalaron antes de marchar a Cangas de Onís, ése en el que Jesucristo Crucificado nos observa desde lo alto, como derramando Su Perdón Universal sobre el mundo. Pensé en obligarla a tumbarse, pero enseguida desistí. Carmina era la más dulce de las mujeres, pero cuando se lo proponía podía ser terca como una mula.
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Largas noches de lluvia
Mystery / ThrillerHay quien afirma que toda gran verdad nos es revelada con dolor... Inicio de "Largas noches de lluvia": «Hay quien afirma que toda gran verdad nos es revelada con dolor. Puede que esto sea cierto y puede que no; lo único que yo puedo decir al respec...