| 𝑯𝒂𝒚 𝒖𝒏 𝒄𝒂𝒅𝒂́𝒗𝒆𝒓 𝒆𝒏 𝒆𝒍 𝒃𝒐𝒔𝒒𝒖𝒆 |

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Siempre he creído que, en la densidad de la noche, nuestras angustias se vuelven más palpables. Pareciera que la falta de visión nos aclara la mente y agudiza nuestros demás sentidos. Así, sumergido en la negrura de las tinieblas, expuesto a lo desconocido, puedes sentir tus más profundos temores respirándote en la nuca, observándote, torturándote con su perturbadora presencia y dejándote en la más pura vulnerabilidad.

Es ahí donde entra la angustia, el miedo, incluso el arrepentimiento. Así, puedo asegurarte que la culpa es el peor de los venenos, destroza la conciencia y asfixia el alma. Claro que lo hacía. Sin embargo, esta no te quita la vida, sino la calma. "Muerto en vida" sería la respuesta. Así mismo, la muerte es el descanso eterno; y la vida, una incesante guerra en la que estamos predispuestos a subsistir.

Yo, quien me creía un hombre integro y cabal, jamás fui consciente del gran tormento que podían provocar los cargos de conciencia.

Crecer en un ambiente religioso, como lo era mi familia, me programó automáticamente para aborrecer el mal y sucumbir ante nuestro Dios y sus mandatos. Por ende, resultaba lógico que mis pecados me abrumaran la mente como una enorme herida punzante y segadora, apresándome en la paranoia y en un estado de alerta constante.

Es así como llegamos a ella, a Charlotte, mi pecado y el infierno en el que tendría que rendir cuentas.

En primer lugar, está claro que no puede haber amor sin el afán de poseer. Cuando amamos algo, es porque lo queremos presente en nuestra realidad. Se coloca en la mira de nuestro apetito y se vuelve una necesidad. El deseo es un arma de doble filo, que atenta directamente en nuestra contra y a eso que lo ocasiona.

Por eso, mentiría si dijera que no quise hacerlo.

Mentiría si dijera que fue un accidente.

Era un hecho, ya no existía aquella chica dulce e inocente que llegué a amar con todas las fuerzas de mi desvariada existencia. Como todo después de la muerte, su memoria pasó a ser una triste ilusión y su recuerdo se me quedó dentro como una dolorosa estaca clavada en el pecho.

Sabía lo horrible que podía llegar a doler el desamparo de perder el motivo de nuestro vivir, conocía esa sensación de impotencia y vacío, por eso no le permití irse. Eso de que: "de amor nadie se muere" es una vil mentira. O bueno, una mentira a medias. El amor no es lo que duele, sino la falta de este. Viéndolo así, claro que podemos morir de amor. Tal vez no sea una enfermedad como tal, pero la herida que deja en el alma produce otras en el cuerpo. Especialmente: en el corazón.

Ese pequeño trozo palpitante de nuestro ser es el lugar donde residen nuestras debilidades y percepciones. Ahí es donde más duelen las desilusiones rotas y sangran desde nuestra indemne miseria.

Sin importar lo que pasó, Charlotte aún me dolía.

Tras su desaparición, la angustia empezó a quemarme la piel. Sin embargo, la desesperación no era porque temiera que le pasara algo, para nada. Lo que me carcomía el pensamiento era el miedo a que me descubrieran.

Como dije, el amor es una forma gentil de llamarle al deseo. Y el deseo es un delirio que nos obliga a tomar decisiones impensables, siendo este un acto de reflejo para aferrarnos a eso que anhelamos. En un principio, jamás tuve la intención de matarla. Por supuesto que no. La quería para mí, para satisfacer mi necesidad de ella. En cambio, no era el único cegado por su belleza y carisma. En el pueblo tenía demasiados admiradores como para mantenerme tranquilo.

Aun después de mi lucha por conquistarla, que aceptara ser mi novia y me jurara amor eterno, no calmó el fuego de mis celos. ¿Cómo podía tener la certeza de que ningún hombre podía robarme su cariño? ¿Y si ella decidía compartirlo? ¿Y si cuando no la tenía en la mira, ella corría a los brazos de otro?

Esas posibilidades fueron las que empezaron a podrirme lentamente. No podía pensar en nada más que no fueran todas esas cosas que estaban fuera de mi alcance. En nuestros años de relación, Charlotte decía que era un enfermo posesivo. Y no lo niego, por algo le arrebaté la vida. Después de que intentara alejarse de mí, comprendí que esa era la única manera de evitar que alguien me la quitara.

Incluso ella misma.

Después de que su familia puso en aviso su repentina desaparición aquella tarde, el pueblo entero se reunió para buscarla en la inmensidad del bosque.

Estaba medianamente tranquilo, pues confiaba en mi perversa sensatez, esa misma que me había ayudado a crear el crimen perfecto.

A las pocas horas de iniciar la búsqueda, su lúgubre cuerpo sin vida fue encontrado colgando de un árbol. Y a sus pies, sirviendo como "carta de suicidio", estaba el cuaderno donde plasmaba sus penas en poesía, pues a diferencia de lo alegre y amena que podía parecer por fuera, en su interior guardaba toda clase de pesares y secretos, esos mismos que me hicieron sentirme tan afín a ella.

Declararon su muerte como un suicidio. Yo estaba feliz por mi victoria. Ahora era libre de mis tormentosos celos y de cualquier conjetura que pudiese sacar a la luz mi pecado. Ilusamente tenía planeado continuar con mi vida sin aquellas ataduras, sin embargo, no contaba con el remordimiento de haber infringido todas las enseñanzas que me habían inculcado desde niño.

No importó lo mucho que imploré su perdón, Dios parecía despreciarme, puesto que no esperó a mi muerte para refundirme en las brasas del infierno, sino que desde ese momento me lo gravó en la piel.

Ahí empezó mi verdadera pesadilla.

No sé qué parte fue peor, si volver a ver su cuerpo putrefacto colgando de una soga atada a su cuello, o que después esa misma imagen se apareciera a mitad de la noche en mi habitación.

Me llevé el susto de mi vida. Apreté los ojos con fuerza. Estaba alucinando. Debía estar alucinando. Me aferré a mis sábanas y me cubrí con ellas en un instante. No quería ni moverme. No podía hacerlo. Tenía mucho miedo. El corazón me latió a toda velocidad y mi mente se esforzó en comprender lo que estaba pasando. Ella no podía estar aquí, los muertos no podían estar aquí.

Empecé a sudar como nunca. Me estremecí del horror y empecé a rezar en voz baja. Por favor, que alguien escuchara mis plegarias. Esto era demasiado. Era un mal sueño, seguro que sí.

Pero luego la sentí junto a mí. ¡Dios! Volví a estremecerme y contuve la respiración hasta que me dolió el pecho. Ella estaba cerca, la escuchaba, la sentía. Sus aterradores sollozos y la soga apretando su cuello. ¡No! ¡Otra vez no!

Sin poder evitarlo, las lágrimas corrieron por mis mejillas, mis manos temblaron frente a mí y pude sentir mi muerte cerca, muy cerca.

¿Había venido por mí? ¿Quería vengarse? ¿Mi final sería así de cruel? No le pude dar respuesta a ninguno de mis tormentos porque, de pronto, su suave voz rompió el agónico silencio:

—Hay un cadáver... —susurró en la lejanía, enviando una corriente helada por toda mi espalda—, en el bosque. Está en el bosque.

Salté de la cama soltando un alarido desgarrador y corrí sin mirar atrás. ¡No terminaría así! Salí de mi casa y no me detuve. Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho, el llanto me nubló la vista y mi pecho se retorció de la agitación. Tomé grandes bocanadas de aire, pero seguí huyendo. Cada vez más rápido, más desesperado.

Cuando logré recuperar la conciencia, ya estaba dentro del bosque. De nuevo me petrifiqué del horror, pero esta vez, ya no había un cuerpo frente a mí.

Había dos.

Charlotte seguía colgada en aquel árbol, su diario reposaba a sus pies, y a un lado se encontraba mi cuerpo, mi cadáver. El arma con el que me había perforado la cabeza seguía en mi mano y el arrepentimiento seguía aturdiéndome la conciencia.

Quería que estuviéramos juntos para siempre, pero no de esta manera.

• FIN •

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Escrito por Eimy Nava.

Prohibida su copia o adaptación.

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⏰ Última actualización: Mar 30, 2022 ⏰

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Hay un cadáver en el bosque © [COMPLETO✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora