43. Causa y efecto

40 8 27
                                    

Desde su nacimiento, Nathan siempre se había ocultado.

A una temprana edad aprendió que hablar de más era un error, que jugar con lo que sucedía en casa no era lo correcto y que el silencio era lo óptimo.

Creció sin la necesidad de hablar de sí mismo, claro que no siempre cumplió: aún cuando no había cumplido ni los siete, habló de más. Nadie jamás supo de su desliz, ni siquiera sus padres, pero el terror de los siguientes días sirvió como escarmiento.

El nombre de la familia iba por delante de la propia familia. Si Barbara le repetía concienzudamente que como se escapara de la lengua lo mataría, era lo normal. Si Bárbara desaparecía durante días y le pedía a su hijo que no le dijera a nadie que ninguno de sus padres estarían por Navidad, era lo normal. Si Ronald tenía ataques de furia momentáneos y los pagaba con su madre o con él y luego corría a disculparse, era normal. Si ellos le repetían que era normal, quizá fuera normal.

Pero si lo era, ¿por qué no podía hablar de ello con nadie?

La respuesta era sencilla: quizá él necesitara hablar, pero el resto no tenía que saber; lo que sucedía en el castillo del príncipe no había noble que tuviese las agallas de contarlo y si algún cándido caballero jugaba con su suerte, los reyes lo decapitaban. No había excepciones, ni excusas como la "confianza" o la "amistad". No se podía hablar, ya que, desde que pudo entender el significado de las palabras de "puta" o "cerdo", desaprendió la de "familia".

A diferencia de lo que el resto podía pensar, nada de esto lo hacía sentir mal, o eso creía; estaba acostumbrado. Su adolescencia fue alocada junto a su mejor amigo Mason Magnotti, el ligón de primera, que en el fondo parecía preocuparse mucho por él. Ambos vivían una vida normal, rodeados de gente normal, actuando como adolescentes normales.

No obstante, siempre había algo que lo vaciaba por dentro. Por las noches, cuando volvía y se encontraba con la casa a oscuras, una extraña tristeza lo embriagaba. Era eso, solo tristeza, nada más. Se sentía "solo triste", podía soportarlo, y eso hacía.

Cada verano más extraño se volvía y más respiración le faltaba: se encontró cayendo en ráfagas de ira, parecidas a las de su padre, que escapaban en aislamiento y soledad. Si bien no había nadie con quien podía hablarlo, Mason le cuidaba y consolaba, cosa que al poco tiempo y sin razón aparente, acabó odiando que hiciera.

Si estaba solo, le daban el derecho a ser el líder de la familia en la ausencia de sus padres, ¿no? Podía gobernar sobre él mismo. El control se convirtió en su aliado.

Todo era cuestión de medida, de conservar la compostura y no pensar. Si Barbara lloraba durante la noche: control; si Ronald le gritaba: control; si su futuro estaba planeado como heredero de la empresa de administración comercial Aldrichvio o como biólogo de sobrenombre: control.

El control era clave; el control y la represión lo volvieron a hacer feliz. Ya no tenía que sentirse mal al volver a casa y ver todo a oscuras; podía controlar las luces.

Pero una vez más, había algo en todo ello que lo hacía sentirse miserable, las ráfagas de ira comenzaron a enfilarlo a él, y de repente, dejó de sentir. El control se volvió en su contra.

No había punto intermedio; o era incapaz de llorar o lo hacía a la fuerza.

Tras elegir Biología como su carrera y meta profesional se embarcó en la aventura de conocer más mundo, dejó atrás Westhaven, el pueblo acomodado en el que habían cursado la primaria y secundaria Mason y él, y conoció Stonehall.

Recordaba difusamente los primeros días, el estrés de causar una buena impresión en el resto y poder conocer a más gente. Le salieron callos de lo mucho que se rascó las palmas de las manos.

MAYBE WE WERE BLUE © [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora