La reina estrafalaria

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Paso a paso. Subía cada escalón. El ruido de la multitud aumentaba cada vez más. Muy eufóricos como si estuvieran a punto de presenciar el mayor espectáculo de sus vidas, pero claro todos me esperaban. Se había escuchado por todos los rincones de Francia sobre este extraordinario día.

Negro era el vestido que llevaba puesto, aquel que utilicé para el entierro de mi amado rey, y conmigo su amuleto de cruz. Vaya día nublado el que hacía. Subí a la tarima y el ruido aumentó. Ahí estaba su reina.

¿Cómo llegué aquí? Bueno. Una tarde en una carroza, en la carroza con mi madre, la emperatriz de Austria, sus palabras salían tan rápidas que llenaban el momento de lentitud. Y es que en cuanto mencionó las palabras reina de Francia, el silencio consumió mis oídos, y mi mirada se dirigió a la imaginación.

En mi mente, el lujo eran vestidos de eternas yardas y peinados que se incrustarían en retratos; en mi mente, mi príncipe era uno apuesto, para nada temeroso y capaz; en mi mente, el cielo era amoroso y las personas admirarían la belleza de una extranjera; en la realidad, la masculinidad de mi esposo era inepta.

El presentimiento de mi madre en aquella carroza se había hecho realidad, y es que, aunque hubiese planeado todo, ella misma, la mujer de roble y semblante fuerte, la mujer más intimidante, hizo mostrar su preocupación, ella con seriedad para calmar su indignación (pues ya no había vuelta atrás) dijo:

—Solo he tenido esta sensación una vez. Y fue cuando me casé con tu padre, aunque confío en que en las manos de Dios estarás bien. Adelina. No me veas así. Seguramente son preocupaciones de anciana, y nada más que eso.

En realidad, eran preocupaciones de una mujer experimentada, pero entonces, lo dejé pasar.

Tal preocupación fue manifestada. Cuentan las personas que su reina no fue lo suficientemente capaz para hacer funcionar al delfín del delfín de Francia, y toda Versalles rio, y luego los países vecinos, a los cuales rumores llegaron con la misma rapidez que los doctores de la corte; pero estos no encontraron el motivo.

Tales rumores, malditos se volvieron en cuanto el rey falleció. La corte se preocupaba de que no hubiera dinastía, pues no había heredero que tomara la corona. En todo caso algún hermano del rey tomaría el puesto, y eso era algo que no me convenía ni a mi, ni a la alianza con Austria.

La desesperación me quitaba el aire más que mis corsés, las cartas de mi madre no ayudaban a tranquilizarme. Es más. Me llenaban de desesperación, decía: "Vuelve a intentarlo, mi querida hija, vuelve a intentarlo, no queremos que nuestra alianza se estropee, la corte y el rey esperan tu buen trabajo. Los rumores de la incapacidad de tu esposo se expanden, ¿qué mujer tan inepta es incapaz de seducir a su esposo? En mi última carta te he dado recomendaciones, las cuales claramente no has seguido. Tu hermana más capaz esta embarazada; espera a su hijo en junio. Tenía mayores expectativas en ti Adelina. Deseo, pues, pronto me informen sobre la buena noticia."

Mi madre solía decirme que una emperatriz hacía lo que fuera por su reino, incluso el reino era más importante que los hijos, y yo, una mujer que lo intentó todo en la cama, había sufrido de la humillación, alguna vez desee lucir como poesía, ahora la poesía son burlas de habladurías que pasaron a panfletos y panfletos que pasaron a cantos. No hay nada como una mujer enfurecida y cansada del agobio.

En el pueblo, se conocía a una mujer que solucionaba los problemas de las personas miserables, era muy conocida por sus predicciones, leía cartas y todo tipo de adivinación, le llamaban Rosamalia, mis damas habían acudido a ella múltiples veces. Mi desesperación encontró su último recurso.

AdelinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora