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Mi abuelo poseía una amplia granja donde crecía tierno el pasto y corrían los caballos por las tardes, en cuyo horizonte se alzaba una colina donde vivía un gran roble que con la espesura de su follaje cobijaba dicha colina de los dorados rayos de la tarde; ese era mi lugar predilecto para jugar, llevaba manzanas que cortaba de la variedad de frutales en el camino y las devoraba con placer en el pie de mi roble, viendo con aire somnoliento las pomposas nubes recorrer el cielo.

Mi abuelo tenía un semblante muy serio, pero tenía el corazón más bondadoso del mundo. Cuando mi padre murió fue él quien se encargó de enseñarme las lecciones de la vida, recalcando una y otra vez: Sé bueno, Sorrento.

Una tarde como las otras mientras me encontraba descansando en mi lugar habitual, escuché un grupo de presurosos pasos y el ladrido desesperado de una jauría de perros acercarse. Me levanté sacudiendo el polvo de mis bermudas y caminé hacia aquel lugar lleno de alboroto.

— ¡Corre, corre más rápido! —exclama una voz desesperada, acercándose a gran velocidad— ¡No te detengas!

Estaba ya enfrente de las rejas de metal que dividían las tierras de mi abuelo cuando las oí tintinear delatando la entrada improvista de personas que con la respiración agitada cayeron bruscamente al suelo y lanzándome una mirada llena de temor se ocultaron entre la maleza. Los perros ladraban feroces chocando sus patas contra el metal y entonces vi a un grupo de tres policías de aspecto duro pararse del otro lado.

— Hey, niño. ¿Has visto a un grupo de personas entrar hasta donde estás? —pregunta uno de ellos con notable molestia en la voz.

Solo me hizo falta leer en su uniforme la palabra "migración" para saber de lo que se trataba está persecución.

Voltee discretamente hacia la maleza y una madre abrazando a su hijo contra el suelo me lanzó una mirada llena de súplica, colocando su dedo índice sobre sus labios temblorosos.

— No lo sé —respondí.

No mentía, de verdad no sabía qué responder, nunca antes me había visto en un dilema sobre lo bueno y lo malo tan cerrado. Tenía un poco de miedo.

— Abre la puerta, niño —exigió.

Estaba titubeante. ¿Qué sucede si son personas malas? ¿Qué haré si mi abuelo se enoja? Estaba paralizado, lamentando el haberme acercado para cuando una mano firme y confiable se posó en mi hombro.

— Esta es propiedad privada —habló mi abuelo—. Mí propiedad.

Mi abuelo habló con tanta firmeza que ninguno se atrevió a objetar, simplemente se marcharon de mal humor y cuando ya no se veían ni sus espaldas, le tendió una mano a aquellas personas que agredecieron sinceramente y solicitaron permiso para pasar ahí la noche, el cual les fue concedido y se les brindó las atenciones que se le brindarían a cualquier familiar.

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— ¿Tú dejarías tu hogar, pequeño Sorrento? —preguntó mi abuelo durante un pequeño paseo por los sembradillos.

— No lo haría —respondí seguro—. Amo mi hogar, soy feliz aquí.

Él palmeo mi hombro y asintió con una sonrisa.

— Nadie estaría dispuesto a hacerlo si no fuera extremadamente necesario —continuó— estas personas han dejado su hogar, su tierra, su casa. Lo menos que podemos hacer por ellos es brindarles un trozo del nuestro.

Permanecí en silencio, un poco avergonzado por haber dudado en aquella situación, hasta que llegamos a la cocina. Mi abuelo preparó una canasta llena de pan, queso, carne seca y leche, y luego me la tendió.

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⏰ Última actualización: Dec 19, 2020 ⏰

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