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Por la noche hizo tanto calor como por el día, y Tom no podía dormir, seguía aún recordando la lectura del libro y excitado con el relato de aquel desconocido. Se levantó y se acercó a la puerta separadora del cuarto de su hermana, tocó suavemente, casi imperceptiblemente y oyó pasos al otro lado. Su hermana, abrió la puerta muy despacio.

— ¿Qué quieres? —preguntó.

— Es que no puedo dormir, hace mucho calor —asintió el muchacho que únicamente vestía unos calzoncillos tipo bóxer de licra ajustados a su fino cuerpo.

— Yo tampoco, hace un calor infernal —dijo su hermana, que a diferencia de él, llevaba un pequeño top que cubría sus jóvenes pechos y unas braguitas.

— Oye, ¿por qué no nos bajamos al sótano y echamos unas esterillas en el suelo? Allí se está más fresquito.

— Bueno vale, aunque espero que no haya bichos...

Ambos bajaron al sótano, caminaron en silencio, con las luces apagadas por el pasillo para no ser oídos, pasaron junto a la habitación de sus padres, de puntillas, como gatos por los tejados y bajaron las escaleras.

Efectivamente en el sótano la temperatura era más fresca. Cogieron unas esterillas de sacos de dormir, de cuando iban de campamentos y las echaron en el suelo. Tom vio su mochila y cogió su linterna para alumbrarse. Al encenderla, la luz que iluminó la oscura habitación con un haz en forma de cono. Justo en ese momento una idea surgió en su mente, como la bombilla que se enciende en los dibujos animados sobre la cabeza de piolín mientras este pone cara malévola.

— Oye, ¿por qué no me lees otro capítulo del libro? —propuso a su hermana.

— ¿Ahora?

— Por qué no, te alumbraré con mi linterna —le dijo enfocándola a la cara con su haz concentrado deslumbrándola.

— ¡Vale, vale, pesado! De todas formas se me ha pasado el sueño.

— ¡Bien! —gesticuló el joven Tom excitado ante la idea.

Buscaron la llave en su escondite secreto, abrieron el baúl y con sumo cuidado extrajeron el libraco de aspecto ancestral. Se tumbaron sobre las esterillas, uno junto al otro y alumbrados por la linterna de Tom buscaron la hoja por donde lo dejaron, allí, con su suave voz, como un susurro entre el canto de los grillos en la noche, Cathy continuó leyendo...

«Después de lo que presenciamos Albert y yo aquella tarde, estuvimos hablando sobre el asunto, comentando más que nada lo excitante que fue, aunque a mi también me dio pena la chica negra, pero en pleno crecimiento hormonal lo cierto es que esa pesadumbre dio paso rápidamente a la excitación por el acto sexual presenciado: brutal, explícito y para nosotros, simplemente maravilloso.

Según Albert, se masturbaría aquella misma noche recordando el incidente, y lo haría varias veces agregó él. Yo aún no sabía lo que era aquello, aún era puro y casto de espíritu, así que le pregunté cómo se hacía. Él al oírmelo preguntar, fanfarroneó y me dijo que si yo no sabía hacerlo es que era retrasado o algo por el estilo. Aún así accedió a explicarme que tenía que cogerme la punta del pito con los dedos y moverla adelante y atrás sobre la piel.

Seguí preguntándole que qué se sentía y el me confesó que aquello era lo mejor que existía en la vida, yo le insistí que si era mejor que comerse una tarta entera de chocolate y el me dijo que por supuesto, aquello no tenía parangón.

Habíamos estado paseando por el campo mientras comentábamos lo sucedido y hasta nos dimos un baño desnudos en la charca de la finca. Al hacerlo no pude evitar fijarme en sus partes y compararlas con las mías, supongo que eran manías de adolescencia, que si su pito era más o menos grande que el mío o que si él ya tenía abundante vello en crecimiento y yo la tenía barbilampiña. Sin duda Albert era un buen amigo, se portaba bien conmigo y siempre me enseñaba cosas nuevas. Él era un par de años mayor que yo. Así que un tanto escéptico, en cuanto a lo que me había dicho sobre la masturbación, me despedí de él al caer la tarde y me fui a cenar a casa.

Las Memorias de AdamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora