En sus años previos a la adolescencia, John Belier había adoptado una personalidad bastante ruda para su edad, que solo él y quien fuera lo bastante tonto para hacerlo enojar conocían.
Cuando llegó su cuarto pleito (segunda vez con el chico de los Ryers) la ira se había potenciado, luego de que Mick llamara puta a su madre; mientras caminaban por uno de los senderos que lo llevaban a casa cuando salía del colegio. El niño Belier sintió furia desde la punta de sus pies hasta cada milímetro de sus castaños rizos. Esto lo hizo detener su andar, se giró y con un frío tono le pidió que lo repitiera. Mick Ryers lo hizo, volvió a abrir la boca. Estos fueron motivos suficientes para que la blanca piel de John pasara a un rojo tan fuerte que se le podía notar las venas en su pequeña frente. Decidido a darle lo que merecía, concentró todo ese enojo en su mano izquierda, le apuntó a la nariz y encestó tres nudillos en la cara de Ryers, resbalando un poco su mano contra los cachetes. Pero no importaba, ahora sí ya lo tenía; no se iba a salvar. Tiró todo su peso corporal, que no era mucho, encima de Mick, luego de un leve forcejeo; logró tumbarlo, revolcándose así entre hojas y pastos secos que habían al costado del camino. Ryers ante la incapacidad de poder zafarse, lo mordió como si se tratase de ese pastel de chocolate que hacían cada domingo en su casa y tanto le gustaba. Esto solo empeoró las cosas, Belier levantó su mano izquierda y volvió a impactar contra el ya morado rostro de ese niño, fue más leve que los golpes anteriores; pero sirvió para maniobrarlo. Mick se intentó abalanzar hacia un costado, luego lo escupió. Velozmente, John puso sus dos manos alrededor del cuello y comenzó a presionar con más fuerza, una vez que lo tuvo acorralado, cediendo ante la falta de aire, su mente se volvió una proyector de cine, tenía guardadas tantas cosas. Y casi como si hubieran sido grabadas con una super 8, pudo ver aquella ocasión en la que había sido avergonzado en la clase de la señorita Springbrook por el mismo chico que en ese momento tenía debajo de él, suplicando con los ojos que por favor los soltara. Vio cuando lo hizo tropezar en gimnasia. O la vez que dijo esas barbaridades de su madre a todo el salón, de esas barbaridades que son infecciosas. Él no iba a permitir que volviera a pasar, no.
Se inclinó un poco más, doblando sus brazos y concentrando toda la fuerza en sus pequeños bíceps, impulsando el agarre con más fuerza sobre el blando cuello de Mick, no se detuvo sino hasta que éste dejó de respirar.
En el momento que conectó la mente con lo que estaba sucediendo y volvió a la realidad, su compañero de clases, el hijo de la camarera Mónica Ryers, estaba tendido en el suelo con los ojos fijos al cielo, John sabía que no respiraba.
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La marca de la rata gris
HorrorPara muchos la vida puede llegar a ser el regalo más hermoso otorgado por las providencias del universo. Otros llegan a considerarla algo triste y gris, casi al igual que una caja de zapatos sin vacía. Pero de la misma manera que dos rectas pued...