Caminaba por la calle como si todo estuviera bien. Estaba lloviendo y casi nadie se resignaba a salir a la calle. Pero yo salí. Las gotitas se escurrían por el plástico del que estaba hecho mi chubasquero amarillo, como si fueran lágrimas. Como si el cielo estuviese llorando. El suelo era gris. Y estaba lleno de chicles que cientos de imbéciles deciden tirar al suelo en vez de caminar unos metros hacia una papelera. Sé cómo era el suelo, no porque me entusiasmase fijarme en las baldosas de la calle, sino porque caminaba tranquilo, mirando mis pies. Observando el movimiento que hacían al dar cada paso. Un movimiento que era ordenado desde mi cerebro hasta mis tobillos. Interesante.
Entonces levanté la cabeza y miré a mi alrededor. Las pocas personas que habían salido a saludar a la lluvia aquel día me miraban. Todos me miraban. Pero no me miraban porque supiesen que la mitad de mi corazón era de metal. No me miraban por ser diferente a ellos. No me miraban por tener una cicatriz de nueve centímetros en el pecho. Claro. No podían mirarme por ello porque no lo sabían. Me miraban por una razón mucho más superficial. Me miraban por mi chubasquero. Me miraban por mi jodido chubasquero amarillo fosforito. Porque la gente juzga sin ver el interior de las personas. Porque la gente no se molesta en conocer a una persona antes de mirarla como si fuera diferente –que lo soy-. Porque la gente no se esmera por encontrarte virtudes antes de tratarte como una basura. Tal vez fue eso uno de los motivos por los que acabé en aquel quirófano. Tal vez simplemente las grietas que tenía en el corazón cedieron y finalmente se partió.
La gente seguía mirándome mientras caminaba. Como si no pudieran apartar sus ojos de mí. Sentía que me abucheaban, aunque estaban en silencio. Entonces vi los ojos de una niña. Ella no era una niña. Era una mujer delgada, y no muy alta. Sus ojos, marrones, como todos, pero a la vez como ninguno, me miraban como si me dijese que yo era diferente. Diferente pero especial. Especial y único. Es muy difícil describir la mirada de una persona. Más si se trata de su mirada. Sus ojos parecían calientes. Húmedos al mismo tiempo. Era como si al mirarte te envolviese entre las llamas y a la vez te arrojase un cubo de agua fría. Tal vez reflejaban lo que estaba sintiendo en aquel momento, porque caminaba sin paraguas. Su largo y rizado pelo castaño oscuro caía por sus hombros empapado. Ella no me miraba como el resto de la gente, así que sentí pena de ella y me acerqué. Le ofrecí mi chubasquero, y al principio se negó. Quizás fuese por el color tan horrible del plástico.
—Pero, estás empapada—dije.
Ella asintió. Parecía traerle sin cuidado que su pelo y sus ropas gotearan, pero terminó por aceptar el chubasquero. Le ofrecí invitarla a un chocolate caliente en una pastelería de allí cerca, y esto sí lo aceptó sin rechistar. Sin embargo, no habló en ningún momento. “Tal vez es muda, o está afónica. Tal vez no puede hablar” Me dije.
Entramos en la pastelería y se sentó en una mesa con tres sillas. Pregunté si quería algo para comer con el chocolate y señaló un cartel con una magdalena cubierta de azúcar morado que había colgado en la pared a la que yo le daba la espalda. Asentí y me acerqué a la barra. Poco rato después volví con una taza de chocolate humeante en cada mano y un platito con una magdalena cubierta de azúcar morado sujeto entre mi dedo pulgar y mi dedo corazón de mi mano derecha. Coloqué el plato encima de la mesa, delante de la muchacha, que se había quitado mi chubasquero y lo había colgado en el respaldo de la silla. Inmediatamente después de que pusiera el plato en la mesa, ella cogió la gigante magdalena entre sus manos y, no puedo decir que la mordió, porque realmente, para la boquita tan pequeña que tenía, pareció darle un bocado el doble de grande al dulce. Sonreí y me senté frente a ella, contemplando cómo engullía la magdalena. Pobre chica. Debía estar hambrienta. Di un sorbo a mi chocolate caliente.
—¿Tienes frío?—pregunté. Ella negó con la cabeza así que hice otra pregunta—¿Tienes algún sitio a donde ir?
Ella negó con la cabeza de nuevo, y una vez acabada su magdalena por fin habló.
—No tengo rumbo fijo.
Su voz no era aguda, en absoluto. Pero tampoco era grave. Sonaba como la de una niña rebelde indignada porque sus padres no le dejan tatuarse una rosa en el hombro. También tenía cierto punto de persona libre que siempre tiene hambre, tanto de revolución como de cualquier cosa que se coma. No supe qué responder, así que guardé silencio. Ella se levantó y se acercó a la ventana de la pastelería. Había dejado de llover.
—Tengo que irme —dijo—. Tengo que encontrar un sitio donde dormir antes de que anochezca. Gracias por el chubasquero. Lo he dejado sobre la silla. Oh, toma —sacó unas monedas del bolsillo de sus vaqueros y me las ofreció tendidas en la palma de su mano. Después, añadió—. Por el chocolate y la magdalena.
Negué con la cabeza.
—No tienes que pagarme con nada. Haber visto cómo engullías esa magdalena ha sido agradecimiento suficiente.
Sonreí. Ella dudó un momento, pero al final se guardó las monedas de nuevo en el bolsillo.
—Gracias otra vez —dijo dedicándome una sonrisa mientras abría la pesada puerta del establecimiento. —Supongo que nos encontraremos en otro momento, si es que así lo quiere la vida.
Entonces, sin pensarlo un segundo más, se dio la vuelta y se marchó.
Sus palabras resonaban en mi cabeza “si es que así lo quiere la vida”. Qué poético.
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La vida de un muerto
Teen FictionDe mí solo se puede decir una cosa: Un día, no recuerdo muy bien por qué circunstancias, terminé en un quirófano rodeado de médicos. Ahora, la mitad de mi corazón funciona a base de engranajes mecánicos.