Habían pasado unos diez días desde el episodio de la chica a la que invité a un chocolate caliente. No me había dicho siquiera su nombre, así que lo único que sabía de ella era que viajaba sin rumbo y, aparentemente, sin equipaje, porque no llevaba nada cuando nos conocimos, y afirmó que buscaba un sitio en el que pasar la noche. No parecía importarle demasiado mojarse, o que su pelo estuviese sucio, aunque tampoco daba la impresión de ser una muchacha de la calle, pues su ropa no estaba en mal estado. Al contrario, parecía una jovencita que iba de camino a casa tras salir de la universidad y haber olvidado el paraguas. No debía tener más edad que yo, de hecho, no creo que llegase a mis 24.
De todos modos, tampoco me preocupé demasiado; en dos días, la muchacha había desaparecido de mi mente, y yo tenía cosas más importantes en las que pensar.
Salí aquella mañana de noviembre con mi bloc en la mochila. Desde que mi corazón sufrió aquel accidente, tuve que dejar de trabajar en la planta nuclear en la que supervisaba que todo estuviera en su sitio porque los productos químicos podrían empeorar mi estado de salud, por lo que, y como dibujar no se me da mal del todo, me abrí paso en el mundo del arte. Por ahora no me va muy bien del todo, quiero decir, no soy un pintor reconocido en el mundo entero, ni miles de personas ahorran millones para conseguir uno de mis cuadros, pero, por el momento, gano lo suficiente como para poder llevar a cabo mis tres comidas diarias en un pequeño piso de alquiler con agua corriente y calefacción. Es más de lo que puedo pedir.
Me dirigía hacia el parque, donde terminaría de pintar el boceto de una ardilla y después, ya en casa, le daría vida con un pincel, un lienzo y una paleta de colores.
Había dejado de llover hacía unos días, pero aún había charcos en algunas zonas del parque, y varios huecos entre las piedras grises del suelo se mostraban ligeramente húmedos.
Me senté en un banco, cerca de un gran abeto donde suele haber muchas ardillas y esperé a que asomara alguna por entre las ramas. Entonces, oí un extraño sonido que venía de la copa del árbol y preparé mi lápiz y la hoja del bloc de dibujo. Pero lo que apareció por entre las hojas no fue ni mucho menos una ardilla. O mejor dicho, no sólo fue una ardilla. Desde el banco, divisé una pequeña zapatilla de deporte. No debía pasar del número treinta y siete. Me levanté y dejé el cuaderno y el lápiz de grafito en el banco, y me acerqué más al árbol para intentar ver entre sus ramas lo que estaba pasando allá arriba.
—¡Estate quieta! ¡No te muevas, no te vayas! ¡Ah! ¡No, ven, acércate!
—Hm... ¿Quién hay ahí arriba? ¿Estás bien? —pregunté sin conseguir ver qué estaba pasando.
De pronto, la cara de una niña se asomó entre las hojas. No era una niña. Era una mujer delgada y pequeña. Me sonrió y dijo:
—Dame un minuto.
Reconocería esa cara y esa voz tan peculiar en cualquier sitio. Era la chica de aquel día. La que caminaba sin rumbo fijo y engullía magdalenas con azúcar morado. Oí algunos gritos más desde allí arriba y al fin bajó. Llevaba una ardilla entre las manos y sus dedos tenían algunas marcas y heridas de las que brotaba algo de sangre.
—¿Estás bien...? —pregunté.
Ella asintió.
—Perfectamente.
—¿Y esas heridas?
—Las ardillas muerden y son difíciles de atrapar. Y la corteza del árbol raspa. —contestó.
Moví ligeramente la cabeza, confuso.
—¿Puedo preguntar para qué quieres una ardilla?
—¿Para qué pides permiso si lo vas a hacer igualmente?
Su respuesta con una nueva pregunta me desconcertó un poco.
—Mm... No sé. ¿Para qué quieres una ardilla?
—Para tenerla. ¿Para qué quiere la gente un perro? Para que les haga compañía. Pues es lo mismo. La gente compra perros, yo cojo ardillas.
—¿No has pensado en que esa ardilla puede tener una familia y una casa en ese árbol?
Se quedó pensativa, acariciando suavemente la cabecita del animal y finalmente contestó. Su voz había perdido la seguridad con la que hablaba habitualmente.
—Sí que lo he pensado. La he elegido a ella principalmente por eso. Porque seguramente tenga una casa y una familia en ese árbol. Yo también tenía una casa y una familia. Hasta que se quedó todo atrás. Es bueno tener un amigo en la misma situación.
—Eres cruel. Si sabes cómo es estar en esa situación, ¿por qué provocas el mismo sufrimiento en otros seres? —quedó callada. Tal vez había sido un poco dura con ella, aunque era la verdad. Aun así, intenté arreglarlo. —Deja esa ardilla donde estaba. Conseguiremos otra que no tenga nada que dejar atrás para que os hagáis compañía la una a la otra.
—Conseguir una ardilla que no tiene nada que perder no es lo mismo. Ella no está en la misma situación que yo.
—Las ardillas que venden en las tiendas han sido arrancadas de su casa, y de su familia, tal y como estás a punto de hacer tú con esa. La diferencia, es que las personas que han provocado ese sufrimiento a esas ardillas, no tenían a nadie que les hiciera de conciencia en el momento en el que cometieron tal fechoría, lo que supone que ya no hay solución. Tú, por el contrario, aún estás a tiempo de devolver a la ardilla con su familia antes de condenarla a vivir tal como viven las demás. Si la dejas, compraremos una de las que ya no pueden volver a atrás, y tú le darás un hogar y una familia, así que estaréis en la misma situación y os haréis compañía la una a la otra. ¿Lo entiendes ahora?
—Me parece razonable. —dijo tras haberse quedado pensativa unos segundos.
Se dio la vuelta y dejó ir a la ardilla, que se perdió de nuevo entre las ramas del árbol. Supongo que quedaría agradecida por el permiso para regresar a casa.
Recogí mis cosas del banco y fui detrás de la muchacha, quien esperaba como una niña impaciente, persiguiendo cada cosa que se moviese.
—¿Qué llevas ahí? —me preguntó.
—Lo que utilizo para llegar a fin de mes. ¿Cómo te llamas?
—Daniela. ¿Y tú?
—Christian. ¿Qué edad tienes, Daniela?
—Veintiuno. ¿Por qué me interrogas?
—No es un interrogatorio, sólo quiero saber con quién trato. Yo veinticuatro. ¿Por qué estás aquí, atrapando ardillas?
—Eso, amigo, no es de tu incumbencia. ¿Entendido? Ahora llévame a por mi ardilla. Quiero una ardilla.
ESTÁS LEYENDO
La vida de un muerto
Teen FictionDe mí solo se puede decir una cosa: Un día, no recuerdo muy bien por qué circunstancias, terminé en un quirófano rodeado de médicos. Ahora, la mitad de mi corazón funciona a base de engranajes mecánicos.