Arrastro mis pies hacia el baño, cuya puerta está abierta, y me instalo frente al espejo. El mueble, erguido, posicionado a la altura de mi cabeza, desafiante, que sólo me mira cuando lo miro, presume la misma barba descuidada que yo.
Tanteo, sin perder de vista a mi gemelo, el lavabo, buscando mi cepillo de dientes. La porcelana me congela antes de encontrar el instrumento, pero al hacerlo lo examino.
Cerdas limpias, todas blancas, blancura profunda. Busco la pasta dental y la presiono hasta hacerla vomitar sobre la cama de fibras. Masa blanca, pintura espesa y pegajosa, contagiosa.
Miro al espejo y, como todos los días, le sonrío con asco a mi reflejo. Mis labios, cual telón desgastado, revelan al fenómeno dentro de mi boca.
Amarillo.
Esmalte amarillo, sucio. Dentadura embarrada de mostaza. La odio. No porque así quiera, sino porque así me ha dicho ella que haga. Pero no por eso el odio es menor.
Alzo el cepillo e, invocando imágenes del pasado, comienzo el cepillado. Arriba y abajo, movimientos cortos, rápidos, casi bruscos. Luego en circulos, un bucle sin fin.
Me percato de que no estoy solo, detrás de mí está mi madre, quien, con un cepillo dental invisible, demuestra la manera correcta de hacerlo. No sé qué hace aquí. No debería estar aquí.
Me pongo nervioso y fallo, haciendo que el cepillo se resbale por mi mejilla, pintándola de blanco. A la par con esto, el ceño de mi madre se frunce, denotando desaprobación.
Bajo la capa de burbujas blancuzcas emana todavían un brillo ictérico, pálido, delator de mi dentadura amarillenta, que me hace pensar que en lugar de blanquearlos, intentaba solamente pulirlos.
Reinicio mi tarea bajo la mirada decepcionada de mi madre. No me gusta esa mirada, así que cepillo con más fuerza, quizá más de la necesaria. Aún así no parece satisfecha, pues sacude la cabeza lentamente y dice:
—Hazlo bien, siguen amarillos.
Su voz femenina, de rabia contenida, me obliga a presionar con más fuerza.
Cierro mis ojos y concentro mi atención en el movimiento.
—Siguen amarillos.
La oigo decir, y el cepillo se escapa de mi agarre, chocando escandalosamente contra el pulcro lavabo.
Sin instrumento para continuar mi trabajo enjuago mi boca, mientras las palabras "Siguen amarillos" resuenan cual mantra caótico en mi cabeza.
—¡Ya no están amarillos! —grito, más como una súplica que como una aclaración.
Me miro al espejo y estoy solo. Mis lagrimales cargados dificultan mi visión.
En el mueble, erguido, posicionado a la altura de mi cabeza, desafiante, que sólo me mira cuando lo miro, estoy yo, con mi silueta poco definida a causa de las lágrimas.
Y entre mis labios, cual plaga resistente, una enorme mancha amarilla, asquerosamente llamativa.